Tuesday, September 28, 2021

Lamas Médula 9-Black mirror

 

Black Mirror: Mirándonos en un espejo negro

Nov 10, 2016

Por Cristian Carrasco.



No se me escapa la ironía de escribir para una revista on-line una crítica elogiosa acerca de una serie, bajada de Internet, que alerta contra los peligros de dejar entrar la tecnología demasiado profundamente en nuestra vida diaria, pero la vida está llena de ironías.



Todos los que hemos estado frente a la pantalla apagada de un monitor, una tablet, un celular, nos hemos enfrentado a un espejo negro que engulle tu reflejo apenas se enciende. De allí obtiene su nombre Black Mirror, serie de televisión antológica que consta de historias que no comparten el mismo universo ficcional. El primer tramo de la serie, británico, consta de seis episodios y un especial, producidos por Channel 4 y emitidos entre 2011 y 2014.

El tema central de Black Mirror es cómo la tecnología te hace mierda la vida. No es original, la ciencia ficción aborda el peligro de los avances científicos desde el inicio del género. Pero los viejos libros de “anticipación”, las películas con naves de tergopol y hombres disfrazados de robots, no captaban cómo la tecnología se volvería una parte de nosotros. La tecnología sigue siendo implacable, no tiene consciencia y obedece comandos sin cuestionar, pero ya no es un enemigo externo que se combate en una guerra física. En los mundos de Black Mirror la tecnología forma parte del entorno diario, de las relaciones humanas, de la rutina y hasta del propio cuerpo. La que nos espera será, como lo expresa Tyler Durden, una guerra espiritual.

Y no está mal citar una obra tan profundamente anticapitalista como El club de la pelea, porque los avances tecnológicos y el complejo industrial-militar van de la mano. Todo lo que lleva un chip, un procesador, un espejo negro como pantalla, es mercancía. Y es al mismo tiempo un grillete y un mecanismo de vigilancia: pagamos por introducir en casa enemigos cada vez más “inteligentes”, insidiosos, capaces de averiguar nuestros secretos para entregarlos a sus amos que, por supuesto, no somos nosotros.

¿Qué mundos encontramos en Black Mirror?

Un mundo donde la ley no puede impedir el acceso a la información, donde no basta con callar a los medios de comunicación porque los intercambios por internet superan en masividad a cualquier diario o canal de noticias.

Un mundo donde cada pared es un televisor y mirar es obligatorio porque el sistema impide cerrar los ojos a los programas, que esparcen sexo, violencia y odio hacia quienes pertenecen a una clase diferente; donde cada persona es para los demás sólo un avatar; donde todo es artificial y, cuando algo real aparece, es cooptado por el sistema y convertido en mercancía y entretenimiento.

Un mundo donde la memoria es una grabación continua, donde los ojos de las personas son cámaras y pantallas, donde en lugar de contar lo que pasó, se lo muestra; donde las discusiones no se basan en la argumentación sino en el contraste de videos, pruebas forenses. Un mundo donde los recuerdos pueden cobran existencia en palabras escritas, en sonidos, y hasta pueden convertirse en un cuerpo con peso y densidad humanos. Un mundo donde el castigo es entretenimiento, donde la sociedad presencia el suplicio como en el medioevo, vigilar y castigar pero con cámaras. Un mundo donde la política pasa por las redes sociales, donde los likes y la cantidad de seguidores son elevados a sistema de decisión válido. Un mundo donde podemos dar el próximo paso de la opresión y transformarnos en esclavos de nosotros mismos; donde el tiempo es virtual y un segundo de reloj puede significar años de sufrimiento subjetivo; donde se puede bloquear a las personas en la vida real como en una red social.

Una atmósfera inquietante sobrevuela todos los capítulos de la porción inglesa de la serie y le da unidad: es una serie rodada en tonos oscuros, con predominio de los grises, sin grandes efectos especiales y con actuaciones sobresalientes de algunos de los mejores actores británicos actuales.

La tecnología cambia la forma en que utilizamos el cerebro, el espacio que destinamos a la memoria, a la imaginación, a la creación, a la búsqueda de salidas inteligentes a un problema. Las fotografías y videos sacan los recuerdos fuera del cerebro, sólo para impedir que “ocupen espacio” en la memoria como si se tratase de un disco duro, y para conservar todo tal cual sucedió. Pero no somos máquinas de recordar, lo que importa es el significado que genera un hecho y no la fidelidad a los hechos en sí: eso es lo que le da sentido al arte, a la literatura, al teatro, al cine; si sólo nos interesaran los hechos el único género literario sería la historia y el único género audiovisual serían los noticieros.

Todo está en las palabras. Notamos el peligro cuando propagandas cambian el término “memorable” por “memerable”, lo que es digno de recordar por lo que es pasible de ser reducido a un meme. Cuando las propagandas califican falazmente a internet como “el lugar donde las cosas pasan”. Y creo que es a propósito: propiciar el fin de la memoria, hacer que el mundo real deje de importar, que se mantengan tantas relaciones poco significativas que es necesario consultar los datos de contacto para recordar sus nombres y caras. Puede tratarse de un plan maligno o de simple facilismo: vivir sin salir de casa, tener “amigos” sin esforzarse en verlos, escribir un comentario general en lugar de comunicarse con cada una de las personas que hay en tu vida. Las redes sociales son seductoras porque, al igual que los casanovas, dan la impresión de estar siempre escuchando, pendiente de tus palabras, y cada tanto pronuncia un “ajá” para disimular, en forma de like o estrellita.

¿Somos lo que opinamos en público? ¿Somos las ideas que mostramos? ¿Se puede rescatar la totalidad de una persona de sus incursiones en intenet? ¿O hay algo más? Lo que exhibimos depende en gran medida de quién está observando, y si quien observa es potencialmente el mundo entero, es lógico que las precauciones que se toman, los filtros, la autoncensura, sean mucho mayores. Toda exposición voluntaria tiene su parte de actuación, de mentira.

Algo que me llamó especialmente la atención: en Black Mirror el arte es sinónimo de crueldad porque se hace interactivo: todos observan en tiempo real o son jueces con voto. El producto instantáneo de la masificación es siempre algún instinto primario nocivo, el mínimo común denominador: odio, violencia, venganza, fascinación con el dolor y la vergüenza de otros. No hay artistas en los futuros que muestra Black Mirror, sólo esa otra categoría de cual carecemos en castellano, que se pretende reemplazar con términos como “mediáticos” o “farándula” y que se debería traducir como “entretenedores”: las personas cuyo trabajo no es crear arte sino entretener, desviar la atención de quienes pierden el tiempo mirándolos. Porque siempre se trata de mirar. El contacto del ser humano con la realidad se da en mayor medida mediante la vista, por eso en la mayoría de los episodios los ojos están colonizados por la tecnología: cámaras, reproductores, códigos de identificación, sistemas de bloqueo, máscaras que proyectan imágenes mentirosas, la posibilidad de cegarnos a la verdad o forzarnos a presenciar lo insoportable.

La tercer temporada, emitida por Netflix, lamentablemente pierde el rumbo: la serie deja de ser una advertencia acerca de los peligros de la tecnología para ser una antología de episodios donde la tecnología está presente, pero nada más. Lejos del carácter inclasificable de las primeras temporadas, hay episodios enmarcados en géneros: policial, bélico, romántico. Ha perdido la ambigüedad y la complejidad que brinda caminar por el filo.

No importa: todavía quedan seis episodios y un especial maravilloso que pueden provocar la incomodidad necesaria para reflexionar, una gema extraña y resplandeciente cuyo visionado tal vez nos ayude a tomar la decisión de volver a ser un poco más humanos.

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