True Detective: donde el demonio es real
May 10, 2017
Por Cristian Carrasco.
True Detective es una serie de televisión norteamericana protagonizada por Mathew McConaughey y Woody Harrelson, escrita por Nic Pizzolatto y dirigida por Cary Joji Fukunaga, cuya primera temporada fue emitida en 2014. Está ambientada en el sur de EEUU, uno de los lugares más violento del país según sus propias representaciones artísticas. O tal vez sea simplemente un lugar donde la pátina de civilización con la que nos cubrimos para poder vivir en sociedad se cae con mayor facilidad, con un simple rasguño.
True Detective no engaña: desde las primeras escenas ya sabés que va a haber satanismo, sacrificios humanos, niños y mujeres torturados, dos detectives investigando, la zona de los pantanos de Louisiana como marco ideal, con su soledad y desprotección remarcada por planos aéreos que muestran autos cruzando carreteras vacías, entre plantaciones o tierras inundadas. Lo que tal vez no te veas venir es el segundo paso: que el demonio (o algo similar) sea real. Tal vez a eso se refiere el true, aunque la palabra despista porque para el sentido común lo verdadero, la realidad, excluye lo que llamamos sobrenatural. Como diría uno de mis profesores de la universidad: por un lado está la realidad, eso que todos consideramos común, normal, natural, que vemos en mayor o menor medida de la misma forma (por algo se la llama realidad consensuada) y, por otro lado, está lo real, aquello que permanece escondido tras el velo de la materia, cuyo potencial simbólico y trascendencia son absolutos, su duración eterna, y su posibilidad de conocimiento prácticamente nula.
El nombre de la serie puede derivar del género novelístico del true crime, género que el detective Hart, interpretado por Woody Harrelson, inventa como excusa: una suerte de non-fiction detectivesca. La relación entre los protagonistas evade las convenciones de una buddy-movie: se trata de compañeros que no se llevan bien, no se entienden, tienen posiciones opuestas respecto a la vida, el trabajo policial, la familia, la responsabilidad por sus propios actos.
Marty Hart es un padre típico de una familia típica (amante incluida), con un sentido de humor dentro de los parámetros aceptables, que se lleva bien con su compañeros y superiores y exhibe lo que puede denominarse una conducta moral, tanto desde lo social como desde lo religioso. Hart encarna la normalidad, la aceptación de la versión del mundo que nos contaron, su personaje debería ser el ancla que permita la identificación del público.
En contrapartida, Rust Cohle es alguien mortalmente serio, que no hace un solo chiste ni dice una sola frase que no pretenda ser tomada absolutamente en serio, no varía el tono de voz ni levanta el volumen de sus frases ni en los momentos de mayor tensión, sus aptitudes sociales son casi nulas y sus opiniones morales y religiosas -que no se molesta en ocultar cuando se lo preguntan- son tan políticamente incorrectas como pueden serlo. Además, el personaje se destaca por su percepción sinestésica y su conocimiento desapasionado del funcionamiento del cerebro y la emoción humanos, que le otorga una efectividad incomparable en los interrogatorios. Lejos de provocar identificación, Cohle genera deseo de ser: su personalidad deslumbra de sinceridad mientas su compañero compendia todas las cualidades fingidas de un ser humano perfectamente adaptado a la maquinaria.
Hablando de géneros cinematográficos y literarios, creo haber deducido que en el mundo de True Detective no existen H.P. Lovecraft ni Robert W. Chambers. Ahí ni Lovecraft ni Chambers publicaron sus libros, porque si así fuera, con un simple golpe de teclado las dos pistas recurrentes que dan los distintos personajes (Carcosa y el Rey Amarillo) serían descubiertas en tres nanosegundos de búsqueda en internet, cosa que no ocurre. Parece una estupidez pero actúa como un seguro, como una barrera infranqueable para la identificación: el mundo de True Detective, por más parecido que sea al nuestro, no es el nuestro porque acá Lovecraft y Chambers sí escribieron y publicaron sus libros, podemos quedarnos tranquilos… o no.
Hay dos niveles en la multiplicidad de temas que se tocan en la serie: el primero es el nivel de los actos que conforman la trama, y el segundo es el nivel discursivo, dialógico, en el que los personajes (principalmente los dos detectives protagonistas, pero también otros) participan de charlas filosóficas en las que se discute el sentido de la vida o su ausencia, la religión, la familia, la forma en que estructuramos tanto nuestra personalidad como ese juego de engaños y previsiones que llamamos sociedad. Muchas de esas conversaciones pueden resumirse en frases lacónicas, lapidarias, concentradas la máximo (aunque, si sabés algo de filosofía, también muy fáciles de rastrear hasta su pensador de origen). Como por ejemplo:
“Creo que la conciencia humana es un trágico paso en falso en la evolución. Llegamos a ser demasiado conscientes de nosotros mismos. La naturaleza creó un aspecto separado de sí misma, por eso, somos criaturas que no deberíamos existir por ley natural. Trabajamos bajo la ilusión de tener un yo; una acumulación de sentidos, experiencias y sentimientos, programados con total garantía de que somos alguien, cuando en realidad no somos nadie. Tal vez la cosa más honorable por hacer de parte de nuestra especie es negar nuestra programación, dejar de reproducirnos, caminar de la mano hacia la extinción.”
Es difícil generar esa mezcla entre filosofía y cosmovisión personal y ponerla en palabras sin que suene a retórica vacía y sin alma, tanto que creo que desde Matrix (la primera) no se lograba. Por eso, a pesar del buen hacer general de todos los involucrados en la serie, creo que ameritan una mención especial Mathew McConaughey como actor y Nic Pizzolatto como escritor de todos los capítulos. En cuanto a Cary Joji Fukunaga, su labor como director se luce en la escena del tiroteo en el capítulo cinco, una clase magistral de ironía audiovisual, donde las palabras cuentan algo que las imágenes desmienten.
Aunque el centro de la trama sea una investigación policíaca/sobrenatural, True Detective nos hará reflexionar sobre las relaciones familiares, la presencia o no de una familia, la crianza de los hijos y su paulatina pérdida de la inocencia, el poder, la política, la religión (dos caras necesarias del poder como lo conocemos hoy y desde hace siglos), el sentido de lo que hacemos todos los días aunque no sepamos por qué o, aun sabiéndolo, siendo dolorosamente conscientes de que no hay un por qué pero sin tener la fuerza o la maña para romper nuestra programación. Todo tiene su lugar en la serie, con el ritmo y el balance dignos de una buena sinfonía.
También el sexo, que convierte a la serie en algo claramente apuntado al público adulto aunque su aparición en pantalla no resulta para nada gratuita. Cada escena de sexo es importante, tiene peso en el desarrollo argumental y consecuencias internas para los personajes, cuyas personalidades se van revelando a través de sus elecciones y errores.
Los elementos sobrenaturales no dependen de efectos especiales ni pantallas verdes. Gran parte del clima es creado por la música, densa, de percusión tribal, que exacerba el suspenso expectante con su monotonía de tambores. La atmósfera demoníaca se produce, con gran efectividad, a partir de los elementos más sencillos: pirámides construidas con ramas (lo que me hizo recordar a los hombrecitos de ramas de The Blair Witch Project), marcas en los cuerpos (tatuajes, quemaduras, cicatrices), tierra, piedras, fuego ritual, coronas hechas de cuernos animales, máscaras rústicas, dibujos cuasirrupestres que refieren a un mal ancestral, a algo antiquísimo que vuelve, o que nunca se fue, algo que nos acompaña desde antes de que el ser humano comenzara a diluir lo real y sus horrores, a estilizar la maldad hasta edulcorarla en un formato apto para niños: la bruja mala que, en el último segundo, da el mal paso y se despeña por el desfiladero para que todos vivan felices para siempre.
Los ocho episodios de la primer temporada de True Detective son casi perfectos, la brevedad de la serie le permitió mantener muy alto el listón de la calidad. Existe una segunda temporada, de la que no hablaré mucho. Recuerdo a un gángster con problemas morales, un policía con problemas parentales, un ex-militar con problemas de identidad sexual y una policía con problemas religiosos.
El error de la segunda temporada, además de su apresuramiento (confirmado por los propios creadores) fue alejarse del planteamiento original: empezar como algo más o menos normal para ir enrareciéndose con el paso de los capítulos. Pudo haberse potenciado ese esquema para aumentar la amplitud del misterio, ya sea en el tiempo o en el espacio, salir de los pantanos de Louisiana, descubrir crímenes más antiguos. Tuvieron una oportunidad muy clara: en los últimos capítulos de la segunda temporada los protagonistas se infiltran en una fiesta de alta sociedad donde los asistentes podrían haber vestido máscaras de animales, para relacionarla con el mismo ámbito ritual al que se hace referencia en la primera. Siguiendo ese camino, sin importar la cantidad de años, el último cuadro del último episodio de la última temporada pudo ser un primerísimo plano del ojo de Cthulhu abriéndose bajo el océano. Hubiera sido un buen final.
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