Tuesday, September 28, 2021

Lamas Médula 10-David Markson

Cientos de retazos para una novela sin costuras

Dic 12, 2016 | Reseña

Por Cristian Carrasco.



“¿Qué es una novela en todo caso?”, se pregunta el autor/Lector/Protagonista de La soledad del lector, de David Markson, libro que puede leerse como la preparación para una novela que nunca se empieza a escribir. A lo Macedonio… pero nada que ver.



“Tengo un relato. Pero tendrás que esforzarte para encontrarlo”, leemos en las páginas finales de La soledad del lector, de David Markson. La frase puede ser pronunciada por el autor, el Lector o el Protagonista del texto. O por el propio libro. El título en inglés, Reader’s block, tal vez sea un juego de palabras con el archifamoso bloqueo de escritor (writer’s block): la imposibilidad de encontrar algo que decir, el pánico frente a la página en blanco. Pero también puede remitir (o me remite a mí, deformación profesional de estudiante de letras) a las distintas etapas de producción de un texto informativo: prosa de escritor y prosa de lector, la libreta anotadora (block) donde se anotan las ideas crudas (prosa de escritor) o las ideas ya parcialmente adaptadas, enlazadas, pensando en un futuro receptor (prosa de lector). Las características de este último tipo de texto son consistentes con el espíritu de la obra: ideas fuertes aunque descolgadas, hilvanadas mínimamente pero siguiendo cierta idea pivotante que les da unidad y permite vislumbrar un plan detrás de la selección de los hechos, datos, nombres, personajes.

En La soledad del lector, todo es lo mismo con pequeñas variaciones: el antisemitismo de decenas de personajes importantes de las artes y las ciencias, las muertes (muchas de ellas por mano propia) de hombres y mujeres que, antes de desaparecer, legaron al mundo obras, ideas, frases, personajes, arquetipos; las vidas desdichadas de narradores y poetas; las anécdotas sobre la creación artística y el descubrimiento científico. Pinceladas de una historia incompleta, con espacios en blanco que cualquier otro escritor hubiese rellenado con imitaciones pero que Markson ocupa con referencias directas, en un juego reincidente que hace posible tanto el humor (negro) como la experimentación formal.

Por un lado, en cuanto al estilo, la repetición se apoya en la elipsis, un procedimiento de referencia indirecto (muchas citas textuales prescinden de la fuente, pero se trata de frases altamente icónicas, inmediatamente reconocibles para el lector promedio). Por otro lado: si ya todo ha sido dicho, ¿para qué repetir mediante la imitación disfrazada de novedad?, ¿para qué emular lo que puede encontrarse en otras obras y otras vidas, si se puede referir directamente al original? En este sentido, la captación de personajes, diálogos, escenas y tópicos de la literatura, la remisión a la fuente directa sin desvíos ni maquillajes, funciona de acuerdo con la lógica que justifica la utilización de citas: resignarse a aceptar que ya alguien lo ha dicho antes y mejor.

Pocas veces vi tantos procedimientos apuntados a generar tanto sentido con tan pocas palabras; procedimientos altamente efectivos, además. En literatura no se valora sólo la novedad sino también (y principalmente) la efectividad: hagas lo que hagas en un texto, por original que sea, si no genera sentido es un absoluta pérdida de tiempo.

Entre los abundantes procedimientos que encontramos en el libro, se pueden señalar los microrrelatos, que condensan un momento o incluso una vida entera en tres o cuatro líneas; la utilización de nombres (de personajes ficticios o personas reales) tan significativos, con tamaño peso específico propio, que su sola mención crea una atmósfera determinada o remite a una forma de ver la vida, el arte o la sociedad; también la sucesión de nombres, unidos por un hilo conceptual patente, cuya misma proximidad remite a una serie, a un linaje, en la cual los hechos y personajes se inscriben sin explicitarlo nunca (Raskolnikov, Bloom, Mr. Kurtz).

¿Algún lector podrá captar el cien por ciento de las referencias sueltas, sin el marco de un microrrelato, nombres solitarios que definen una vida entera? ¿Alguien podrá unir con flechas, al estilo de los juegos infantiles, cada frase con el personaje ficticio que la pronuncia y el autor real que la estructuró en palabras?

En La soledad del lector, la fragmentación del discurso va de la mano con la ausencia de lo superfluo, del material de unión entre los sucesos, el relleno necesario, el tejido conectivo: todo lo que se cuenta tiene significado por sí mismo, importa por sí mismo, aunque no sume nada a la supuesta trama de la supuesta novela que supuestamente se está leyendo. Por un lado, la densidad de estrella enana de una vida reducida a cuatro líneas, una masa enorme confinada en un volumen diminuto. Y, al mismo tiempo, la reiteración que todo lo unifica, el eterno retorno nietzscheano, las artes, las letras, la ciencia, la muerte, la soledad, la infelicidad, repetidas hasta lograr que cada suceso en particular, cada vida en particular, pierda su individualidad y adquiera la apariencia de una fotocopia amarillenta dentro de una pila enorme de fotocopias amarillentas, donde la pérdida de una de ellas (no importa cuál, porque todas surgen del mismo molde) no tendría la menor importancia.

Aunque para nosotros la tienen, porque lo que se repite son vidas. Al Protagonista se lo suele identificar con el nombre de otros protagonistas literarios famosos (“¿Ishmael/Mersault/Kurtz notaría prácticamente cualquier movimiento en el piso de arriba?” / “¿Hace falta aclarar que esta presencia del piso superior acentuaría la percepción del Protagonista de su propio aislamiento?”): dicho procedimiento lo pinta en cuerpo y alma de una manera en que la comparación con personas reales fallaría en hacerlo por la falta de referencias compartidas: el autor confía en la familiaridad de los lectores con esos personajes, en que los conozcamos en todas sus dimensiones. Raskolnikov es un símbolo perfectamente estructurado: el joven que se precia en demasía y cree que todo le está permitido por ser un genio destinado a la grandeza. Entonces, cuando el Protagonista es llamado Ralkolnikov, sólo a partir del sustantivo propio conocemos su personalidad (o al menos alguna de sus facetas), sus cualidades emocionales y morales, la forma en que se considera a sí mismo.

Y, por transitividad, intuimos las mismas características del Protagonista en el Lector y el autor, porque en varios pasajes del libro se alude a una posible interfase entre novela y autobiografía: ¿cuáles pueden ser esos elementos en común? El antisemitismo que se detecta tanto en las ciencias como en las artes; el hecho de que tanto autor, como Lector y Protagonista sean escritores; la muerte, en especial el suicidio, que tal vez sienta cerca o está considerando. La contemplación del suicidio es una buena razón para dejar cientos de ideas deshilvanadas, sin molestarse por darles la forma cabal de una novela.

El título en castellano, La soledad del lector, tal vez haga referencia a que la única relación del Protagonista con otra persona se reduce a la posibilidad de que alguien lo haya saludado con la cabeza al pasar, caminando por la playa. Salvo este suceso equívoco, sólo mantiene relaciones con escritores muertos (no sólo angloparlantes, también Mishima, Kawabata, Borges, Rulfo), con el recuerdo de sus hijos (a quienes hace mucho no ve), con el recuerdo de mujeres que pasaron por su vida (empardadas también con personajes femeninos de obras conocidas, lo que despierta el reflejo condicionado de identificación literaria). En medio de la soledad de un cementerio que ya casi nadie visita, de calles y bares donde no conoce a nadie, de noches en playas semidesiertas, piensa, recuerda, anota tal vez, fragmentos para una novela posible.

“He venido a este lugar porque allá no tenía ninguna clase de vida”, “ El Lector ha venido a este lugar porque allá no tenía ninguna clase de vida”; “El Protagonista ha venido a este lugar porque allí no tenía ninguna clase de vida”; la misma frase repetida con pequeñas variaciones, uno de los muchos procedimientos que utiliza David Markson para estructurar su libro. Tal vez represente también la confesión de su génesis, la necesidad que impulsa a la memoria que recuerda, la mente que imagina y la mano que escribe: cuando no hay ninguna clase de vida en la realidad, el autor y el lector se mudan a una ficción, solitaria pero llena del sentido que nunca se encuentra “allá”.


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