Wednesday, May 31, 2023

Más allá - cuento - CFC


 

MAS ALLÁ


Hubo un crash.

Hubo un silencio atronador, mucho más penetrante que cualquier estallido.

Hubo una larga espera, un cuadro congelado por el botón de pausa, una porción de tiempo rodeada de espuma gelatinosa de nada batida y congelada. Algo así como espuma de carnaval de nada. Estaba dentro de un tarro de espuma de nada concentrada y alguien la agitaba antes de usar. Alguien caminaba con sus pies y comía con su boca, llenaba su barriga y la vaciaba a intervalos semirregulares. Alguien que no era él.

A veces lograba filtrarse y salir a flote un poco, en gestos o miradas. Reconocía una cara o provocaba un comentario y algunas personas querían creer entonces que era él de nuevo quien ocupaba su cuerpo. Pero no. Era un desconocido. Y todos, incluido el mismo usurpador, sabían que alguien ahora ausente había habitado anteriormente esos metros de carne y piel, pero sin embrago el nuevo inquilino utilizaba ese cuerpo desierto y lo llamaban por el nombre de aquel desaparecido que permanecía flotando en la nada y siendo tan parte de ella que no sabía discernir dónde acababa el no-ser y comenzaba él, o siquiera si eran realmente algo distinto.

Era desesperante.

El nuevo no sabía a quién suplantaba. Si, había escuchado todo acerca de su madre y sus hermanos, su familia, su trabajo y su reputación, pero en realidad no sabía. Y si lo sabía, no lo entendía. Y si lo entendía, no lo sentía realmente.

Así pasaron días y semanas asfixiantes.

Y otro crash entonces. No un choque, no otro accidente. Algo más parecido a una implosión que a una explosión. El final de los principios y el principio final. “La Gran retribución”, escrito en una marquesina gigante con letras de neón cegadoras.

Y entonces el infierno.

Pero no se percibían demonios ni ríos de sangre ni el lugar estaba teñido de rojo ni la temperatura era exageradamente elevada. Es más, no existía allí tal cosa llamada temperatura. No hacía calor ni frío ni estaba templado. No había aire que pudiese transmitir tal cosa llamada temperatura. No había cielo al cual mirar ni tierra que pisar. No había sonido ni luz propagándose en ninguna dirección. Y sin embargo la nada en la que se encontraba no se parecía en absoluto a la nada de la cual procedía.

Segundos estáticos o años en cámara rápida, corriendo como hormigas negras desbocadas, ¿quién podría saber qué era lo que ahí transcurría?

Él no, por supuesto. La travesía en la cual se encontraba embarcado no respetaba un itinerario que conociera. Nadie le había advertido hacia dónde iba ni cuanto tiempo tardaría en arribar ahí.

Si acaso la noción de tiempo se aplicaba en su trance.

Si acaso el viaje algún día llegaría a una meta final

De cualquier forma, esperar-y-no-desesperar parecía ser la consigna del día.

Imprevistamente, en un determinado segundo del tiempo, una puerta intangible se abrió y él, no por casualidad, se encontraba ubicado precisamente en su umbral. No debió hacer ningún esfuerzo ni desplazar alguna de sus dos piernas para alcanzar el terreno que se desplegaba al otro lado, dentro. Inmediatamente estuvo dentro. Pero dentro de qué no lo sabía.

Nada de carteles indicadores. Mucho menos un recibimiento a la usanza fílmica hawaiana: ni coronas floridas de colores chillones, ni tostadas mujeres de ojos rasgados -enfundadas en hojas de palmera- meneando los brazos al ritmo de los tambores. Ni una disculpa. Ni siquiera el anfitrión de “La isla de la fantasía” –su programa favorito- pidiéndole mil perdones por haberlo dejado una fracción de eternidad esperando fuera del tiempo y el espacio mientras las refacciones y la mudanza acababan, porque, después de todo, ¿qué le significaba esperar un día o una veintena de eones a alguien que había ingresado ya como habitante de pleno derecho a la Eternidad con mayúscula y con todas las letras?

No pasó mucho tiempo desde su llegada hasta el momento en que su paciencia protagonizó otro crash. Idéntico o mayor en magnitud a los anteriores.

Una vez descubiertos los pocos secretos del lugar era fácil entrever la realidad y él no era del todo tonto, por lo cual si bien tardó un tiempo, digamos, prudencial en pasar de la sorpresa a la indignación, fue un tiempo menor al que desperdició esperando, limpiándose parsimoniosamente los pies en el felpudo mullido de la nada, antes de entrar. Y una vez consciente del secreto, no pudo sino estallar en blasfemias e imprecaciones. Y en intentos de asesinato, por supuesto.

Pero las antiguas reglas ya no se aplicaban y las nuevas reglas no lo favorecían.

Sí, podía convocar a sus manos cualquier objeto que imaginara y, sí, todos los objetos tenían para él la indiscutible apariencia de algo sólido y contundente, pero ¿quién podía decirle si él mismo era en realidad algo sólido y contundente?

Nadie, por supuesto.

Nadie que se encontrara en su misma situación, al menos.

A lo mejor el jefe, el mandamás, de existir tal cosa, pero ningún otro. Porque quienes habían accedido a esa segunda vida de la cual él, entre comillas, “gozaba”, sabían tanto o menos que él sobre las posibilidades e imposibilidades de su nuevo hábitat. Todos concordaban en que allí la imaginación primaba en poderío, en que el falso “Querer-Es-Poder” de la vida terrenal que antes había conocido tenía allí plena y real vigencia como norma directriz. Al menos en lo que al querer-tener se refería. El querer-hacer ya era otro tema.

Y lo único que él quería hacer todo el tiempo se resumía en cinco armoniosas letras: m-a-t-a-r. Y eso, a juzgar por sus infructuosos e irrisorios intentos, era: i-m-p-o-s-i-b-l-e.

Varias veces había atacado a una de tantas ancianas, tan etéreas o tan reales como él mismo, con un cuchillo preciosamente afilado que había madurado por horas perfeccionándose en su imaginar, pero todo resultaba de la manera más enervante. El filo cortaba sólo el éter o atravesaba a la anciana sin herirla, como si la mujer y el arma pertenecieran a planos terriblemente cercanos y al mismo tiempo intocables entre sí, lo que lo hacía enloquecer aun más. Y máxime cuando la señora –muy educada ella- lo saludaba con una sonrisa estudiada, de abuela en día de visita al geriátrico, y mirándolo como a un nieto díscolo pero adorable se sentaba en un banco antes inexistente alrededor de una flamante mesa colmada de tazas, infusiones y confituras en compañía de otras ancianas adorables para jugar al rummy con mazos de cartas que aparecían de improviso y, a diferencia del cuchillo, daban la impresión de compartir la existencia de las mujeres plenamente, ya que las cartas viajaban de mano en mano sin ninguna dificultad.

La rabia crecía en su interior como una enredadera furiosa que aprisionaba su garganta, sus ojos y su cerebro, y no dejaba filtrar desde sus pensamientos más que unos pocos insultos inflamados de odio. Creciendo todo con el paso del tiempo. Alimentándose la enredadera con cada acto, con cada imposibilidad de actuar a placer, de abrir heridas, de quebrar vértebras, de observar en ojos desorbitados pupilas perdidas y a la deriva. De sentirse vivo quitando vidas.

Y un día, un milagro, una aparición.

Lo miró con ojos escépticos pero a pesar de ello el gozo subía escalando su garganta hasta llegar a la boca y tensar sus labios en una sonrisa. Avanzó hacia él contando los pasos. Lo vio de pie, tal y como lo había imaginado, como lo había admirado en litografías de época o en rudimentarios identy-kits victorianos.

Su prócer. Su héroe.

-¿Jack...?- preguntó tímidamente.

Y, sí, era Jack. “El” Jack. El único, verdadero, inconfundible e irrepetible Jack. Alias El Destripador. Alias el Demonio de la Inglaterra Victoriana. Alias El Liberador de Prostitutas Sonámbulas.

Era Jack, sin lugar a dudas. Lo delataba su altura inusitada, el cabello renegrido que poblaba los lados de su cara formando espesas patillas hirsutas, su perversa nariz aguileña, la expresión torcida de su boca repleta de crueles dientes los cuales formaban una cruel sonrisa que avanzaba implacable en su boca ávida, los ojos desorbitados de demente peligroso. También se lo podía reconocer por su parco traje negro y el sombrero de copa que se desplomaba sobre su cabeza manteniendo siempre el ala paralela al piso como por obra de un encantamiento. Y si todo aquello no era suficiente, tal vez serviría de índice el ostensible cuchillo ensangrentado que enarbolaba su mano derecha como continuación natural.

-¿Qué tal caballero? Es un sincero gusto que a uno lo reconozcan por estos lares y en éstos tiempos. ¿Es usted acaso un congénere, un condiscípulo?

-Podría decirse, pero soy mucho más un sincero admirador de su obra. Yo nunca he llegado siquiera a rozar los elevados niveles artísticos que alcanzó usted, y si lo hice fue gracias a su ejemplo. Usted es un prócer.

-Bah! Nada de eso. La teoría del caos, mi amigo. Alguien tenía que hacerlo y me tocó a mí, nada más. No soy nada fuera de lo común, como yo lo hice pudo haber sobresalido otro. Y le aseguro que en mis años de vida trascender era algo por demás fácil. Una pequeña crueldad y ponían el grito en el cielo. Juzgue usted.

Es cierto que muchas veces había soñado esto: un encuentro cara a cara con Jack. Pero algo le molestaba y tardó pocos segundos en darse cuenta de qué era aquello.

En sus imaginerías el encuentro tenía lugar en un oscuro y rancio antro, en alguna taberna húmeda con barriles de licor como único mobiliario, sentados los dos ante una mesa marrón sobre un fondo negro de noche decimonónica. Hablarían durante horas despachando uno o dos litros de vino espeso y agrio, bebida de hombres inmisericordes como ellos. O tal vez se conocerían bajo la mortecina luz de un farol, parados lo dos con ojos repletos de negra desconfianza, una mano en el bolsillo aprestando el puñal que buscaría el cuello del interlocutor a la menor duda, pisando grises adoquines húmedos por la garúa perenne de las noches inglesas.

Había varios escenarios posibles en sus fantasías, pero definitivamente no había cruzado nunca por la sinapsis de sus neuronas la posibilidad de charlar con tan ilustre prócer bajo nubes sonrosadas y rodeado por viejitas adictas a los juegos de azar, en el marco de una amable nada que remedaba el abúlico paraíso de una mente podrida por sobredosis de programas infantiles.

El latigazo de una idea golpeó su sien. Comenzó a pensar que si algo llamado tiempo ocurría en el martirizante lugar en el que pasaba el último segmento de su –llamémosla así- vida, tal vez ese tiempo tenía alguna relación con el tiempo real, lo que significaría que Jack había llegado antes que él allí y tal vez, sólo tal vez, sabía qué demonios era lo que pasaba.

-No. Yo tampoco lo entiendo del todo- pronunció el caballero inglés respondiendo a una pregunta que todavía no se había formulado. –No crea que es magia ni telepatía, simplemente todos preguntan lo mismo y ésta que le doy es la única respuesta que tengo para ofrecerle. No sé por qué el gran hombre nos trajo a éste horrible sitio brillante. El anterior nos gustaba más a casi todos... aunque, pensándolo bien, debe haber sido precisamente por eso.

-¿Qué otro sitio?

-El otro. El anterior. ¿Usted no lo conoció acaso?... El original.

-...

-El sitio sofocante y rojo. El lugar en el que vivíamos antes los de nuestra clase.

-...

-¿Usted no lo conoció?

-No. Pasé mucho tiempo solo, rodeado de... de nada, antes de aparecer acá.

-Entiendo. Llegó en el momento de la mudanza seguramente. Déjeme decirle que aquello era la gloria. Un lugar impúdicamente monstruoso, delicioso en su sanguinolenta libertad. Cada uno de nosotros se ocupaba de dar la bienvenida a los recién llegados, de mostrarles el lugar y llevar a cabo el castigo que les correspondía. Primaba la ley de la selva, por supuesto. Ejercitábamos la crueldad con los débiles. Había castigadores asignados, así es, pero nosotros teníamos la vocación y el sentido del arte del que esas gárgolas desfasadas carecían.

-¿Gárgolas desfasadas?... ¿Quiere decir, demonios?

-Si quiere llamarlos así. Para mí eran sólo unos oficinistas, no demostraban pasión por el trabajo ni aspiración a lo sublime. Eran patéticos.

-¿Y cuánto tiempo estuvo usted en ese lugar?

-Tiempo, tiempo... Se nota que usted ha llegado hace poco, por decirlo de alguna manera. Aquí no existe el tiempo, no existe el hace poco ni el hace mucho, aunque yo llegué aquí primero que usted y de eso no cabe duda. No me haga pensarlo. Me duele la cabeza y ya estoy cansado de ese tema en particular. Y usted verá que aquí no hay forma de sacudirse el stress. Y si lo esperanza la sangre en mi cuchillo, perdóneme que le confiese que es falsa. Yo hice aparecer el arma con la hoja cubierta de sangre. Es un placebo infame, pero la necesidad... ya sabe amigo.

-...

-Veo que no me comprende. Usted piensa como lo hacíamos todos antes de morir aquella vida, razonando a través de dualidades irreconciliables. Así es como piensa el gran hombre y por esa coincidencia se dice que nos creó a imagen y semejanza suya. El que compartimos es un parecido mental, de esquemas de pensamiento. Para él es todo blanco o negro, por eso los sueños, en los cuales nos comunica siempre algo incomprensible por inabarcable, se sueñan en blanco y negro. Pero últimamente algo ha estado ocurriendo. Una retroalimentación, término que le he escuchado pronunciar a ciertos recién llegados. El gran hombre está copiando ideas del mundo material, y de allí obtuvo el concepto de la fusión, de los grises, de los términos medios, pero creo que sin entenderlo del todo, mecánicamente. Por eso mudó a los de nuestra clase del lugar antiguo a éste, que es también antiguo pero estaba destinado a otra calaña de gente... a la élite, vamos, usted me entiende.

-Entonces... es por eso. Yo esperaba otra cosa.

-Si. Esa otra cosa que esperaba existía. Lástima que no murió antes para conocerla. Era glorioso. Y usted hubiera sido seguramente uno de nosotros. Pero no vale la pena llorar por la leche derramada, como se dice. Ya algo pasará. El gran hombre siempre puede cambiar de idea, es su prerrogativa. Un economista me dijo en broma que la mudanza se debía a una reducción de presupuesto, que todo volvería a la normalidad cuando el gran hombre pudiese costear de nuevo el alquiler del lugar ardiente. Ojalá sea así. Muchos de los que estábamos allí ayudaríamos gustosos con algunas libras.

-...

-¿En que piensa, amigo?

-En que es gracioso. Esto es un infierno... usted me dice que es en realidad el cielo, pero pasar una eternidad... así... sin... asesinar... va a ser un infierno.

-Cálmese camarada. Si yo pude soportarlo, usted también puede. Además, piénselo, por el hecho de estar aquí debemos enorgullecernos de nuestra condición de seres humanos.

-¿Y eso por qué...?

-Porque si el creador comienza a robarle ideas a sus creaciones no estamos tan distanciados como antes. Significa que los hombres hemos elevado nuestro status en el esquema de las cosas... o que el creador ha caído terriblemente bajo.

Y así, con esa limosna de consuelo y la certeza de su condena, bajo la gloriosa luz de un mediodía eterno, comenzó el arduo trabajo de hacer a un lado la furia y conjurar a la resignación.


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