Friday, May 12, 2023

Elogio de la lentitud - cuento - CFC

 


ELOGIO DE LA LENTITUD


Tras el cataclismo, la humanidad sobrevivió en cuevas bajo tierra. Las cuevas se hicieron cada vez más anchas, intrincadas y profundas, hasta ramificarse en estas ciudades estratificadas que habitamos hoy; laberintos complejos, construidos sin planificación previa a causa de la urgencia y la necesidad de mantenerse en movimiento: por un lado, todo el tiempo nacían bebés que necesitaban nuevos espacios vitales y, por otro, las personas se volvían locas por el hacinamiento y el encierro subterráneo, necesitaban pensar en algo más que en la inmobilidad y la ausencia del sol, y la construcción continua paliaba ambos problemas. A menudo, se comenzaban obras en sectores alejados, destinadas a converger, pero al llegar al punto de encuentro las calles no estaban a la misma altura ni respetaban la misma inclinación: por eso abundan los escalones, desniveles, escotillas, puertas falsas, avenidas que parecen ir a un lugar lejano pero giran en U para emerger, tras una larga caminata, por una puerta ubicada a centímetros de la entrada.

Respiramos mal. Los metales de las plataformas se oxidan constantemente, por acción de la humedad y el calor de las profundidades, y gotean líquidos corrosivos. El nuestro pretendió ser un mundo gris-acero. El paso del tiempo lo ha transformado en marrón-óxido.

Sin la presencia del sol, obtenemos energía de pequeñas centrales hidroeléctricas, alimentadas por los débiles ríos subterráneos cercanos. Esa energía se utiliza para dar luz y calor a los jardines hidropónicos. La comida es mucho más necesaria que la comodidad, por eso se nos raciona la luz y, cuando los relojes marcan que sobre el planeta es de noche, cuando todos los departamentos y pasarelas están oscuros y son trampas temibles, cuando los niños lloran intentando ahogar en lágrimas su miedo a la oscuridad, podemos ver a lo lejos el nivel-jardín como una isla de brillo.

Hoy la oscuridad es el diablo y la idea que tenemos del paraíso es un destello fulgurante que nos contiene como un rayo más. La religión se ha adaptado a las nuevas circunstancias, aunque ciertas cosas se salieron de cauce o cobraron una relevancia que antes no tenían. Pocos lo sabemos. La mayoría de las personas toma todo con naturalidad, como si siempre hubiésemos vivido así y hecho las cosas de la misma manera aunque es obvio que todo cambió, que una vez vivimos en la superficie, bajo la luz directa del sol, donde nuestra piel se bronceaba y estábamos lejos de ser estas criaturas pálidas, débiles y enfermizas que se alimentan de vegetales pálidos, débiles y enfermizos, todos crecidos en cautiverio bajo luces artificiales.

A veces creo que solamente los imbéciles sabemos qué pasó porque nadie más visita el pañol de cosas inútiles, lo que antes se llamó culturteca y antes aún museo, pero museo era un nombre demasiado arcaico y culturteca, seamos sinceros, suena estúpido. Al igual que los lugares donde se guardan elementos necesarios, debía llamarse pañol pero, siendo el lugar donde se guardan objetos improductivos, se lo llamó pañol de cosas inútiles. Y sólo un imbécil se preocupa por mantener y cuidar cosas inútiles, de ahí viene el nombre de todos nosotros, los que no servimos para construir, cavar o cultivar, ni siquiera para oficiar como guardias en el nivel-prision. Cuidar los libros, discos y filmaciones que sobreviven almacenados en el pañol de los imbéciles es una labor de amor y paciencia sólo posible para temperamentos como el mío, acostumbrados a tomarse su tiempo, no apresurar las cosas ni pretender hacer todo de una vez. El pañol recibe tan poca luz como los cubículos particulares. Leer, mirar una película o escuchar un disco es una tarea que debe realizarse en varias sesiones y cada porción debe ser atesorada, repetida mentalmente, memorizada, para poder encastrarla con lo que se percibirá después. Es un rito pero, por lo que he visto en películas o escuchado en canciones, no es tan distinto a la forma antigua de apreciar el arte, sólo más lenta y fragmentada.

Todos los ritos que sobrevivieron al cataclismo sufrieron una adaptación similar, modificaron símbolos y costumbres, los corrieron hacia los extremos. Para bien o para mal, dependiendo a quién se le pregunte. El rito del matrimonio y la providencial tardanza de las novias no fue la excepción.

Se asegura que antes del cataclismo la mayoría de las novias llegaba tarde a su propia boda. Con el tiempo, la tardanza se convirtió en norma y, en algún momento de nuestra vida bajo tierra, en una costumbre sancionada y alimentada. Poco importaba el vestido (los harapos que se hayan podido disimular como un vestido pretendidamente blanco), la belleza de la prometida o la cantidad de invitados a la ceremonia. Se valoraba el desempeño de la novia y, en general, la perfección de una boda, midiendo el tiempo que ella hacía esperar a su prometido al caminar sin detenerse desde su nivel de residencia hasta el nivel-iglesia.

Tal vez por eso me eligieron para acompañar a la novia, aunque ninguna de las dos familias sea cercana a la mía y casi no conozca a la pareja. Digo “casi” porque la población total de la ciudad es de unas veinte mil personas y tenemos sólo cinco niveles para desplazarnos, vivir, comer, estudiar y pasear. Todos nos hemos visto al menos una vez.

Llegué a su casa a la hora señalada y en ese momento dio inicio la ceremonia. Los invitados estaban ya reunidos en el nivel-iglesia, relajando sus músculos, preparándose para esperar de pie todo el tiempo que fuera necesario. La iglesia como espacio físico cambió, ya no tiene techo, naves ni campanario. Ni siquiera paredes. Se trata de un anfiteatro sin delimitaciones claras (se diría “a cielo abierto”, si aún tuviera sentido). El sacerdote se ubica en terreno elevado y los fieles forman un semicírculo a su alrededor: un regreso a los orígenes, pregonó la iglesia, a los sermones al aire libre (otra frase hoy sin sentido) que pronunciara el Cristo según la Biblia.

El poder que la iglesia ha retenido se exterioriza en todo momento. Cuenta con un nivel entero, mientras comedores, hospitales, escuelas y demás instituciones se conforman con cubículos apenas más grandes que una casa de familia. Sólo los jardines y la iglesia ocupan un nivel entero, lo que en cierta forma significa que a lo largo de la reconstrucción del cosmos humano la religión resultó ser tan vital como el alimento. Sus ritos puntúan nuestras vidas, le dan medida y sensación de avance en un mundo que, por lo demás, parece detenido en el tiempo, encontrando en la repetición y la rutina su materia primordial y su razón de ser. El bautismo, la comunión, la confirmación, el casamiento, y después el bautismo de los hijos, la comunión de los hijos y el resto de los sacramentos, volvieron a constituir los hitos fundamentes del desarrollo de una vida. Tras cada ceremonia, los niños se anotan en los archivos de la iglesia, como en esa Edad Media cuya existencia sólo los imbéciles conocemos, antes de que surgieran gobiernos laicos y registros civiles donde inscribir a los ciudadanos. Desde su punto de vista, tiene toda la lógica del mundo: ¿quién podría tener más derecho que Dios, en el caso de existir, para saber quiénes somos y cómo nos llamamos?

Como ya lo dije, mi llegada a la casa de la novia marcó el comienzo de la ceremonia. Dos de sus amigas me recibieron y me hicieron esperar en la calle, sin permitirme poner un pie dentro del cubículo familiar, no sé si por falta de espacio físico o para dejar en claro que yo no era un familiar ni un invitado sino simplemente quien la ayudaría a demorarse camino a la iglesia.

Esperé de pie al lado del destartalado vehículo en el que iniciaríamos el recorrido, evitando tocarlo o apoyarme en él para que no se deshiciera en pedazos antes de tiempo. Las dos mujeres cubrían la puerta con sus cuerpos pálidos y menudos. Escuché a la novia acercarse y me cuadré, esperando verla de cerca, porque desde lejos ya la había visto, insistentemente, muchas veces, sentado en alguna pasarela, con los pies colgando en el vacío, mientras charlaba con sus amigas en un nivel inferior, mientras trabajaba en los jardines o hacía fila frente al comedor o el hospital. Era imposible no quedarse mirándola porque destacaba en cualquier grupo: era una de las pocas mujeres morenas, de piel oscura y cabello negro, que quedaban. Comparada con los demás, parecía siempre llena de vida, de color. Sus ojos azabache proyectaban la mirada como una línea recta de luz oscura, como un láser de sombra comprimida.

Cuando las escoltas dieron un paso al costado, pude contemplar de cerca a la mujer más hermosa que hubiera visto fuera de una pintura. Su cabello, habitualmente largo y lacio, había sido abreviado en abultados bucles. Uno de los misterios insolubles de la naturaleza humana es: ¿cómo, a pesar de vivir en la privación casi absoluta, sin herramientas ni utensilios, las mujeres pueden rizarse el cabello cuando la ocasión lo amerita?

La cubría un vestido color crudo sin costuras visibles, que se ataba al costado con un nudo, como las batas de las viejas películas de dramas hospitalarios. Tenía mangas cortas y apenas llegaba a sus rodillas; el calor perpetuo de las ciudades subterráneas impide usar ropa larga o abrigada. Miré sus brazos morenos cubiertos de vello decolorado, sus piernas esbeltas y firmes. Lo hice furtivamente, para no parecer irrespetuoso, pero una mirada rápida bastó para convencerme de su desnudez bajo el vestido. Giró para despedirse de sus amigas y entonces pude admirar cómo la tela marcaba aquella curva maravillosa que bajaba desde su espalda. Se me cerró la garganta y, cuando me saludó, subiendo a ese vehículo destinado a fallar, respondí con un ahogo gutural seguido de tos.

Como estaba planeado, tras algunos metros, el vehículo empezó a fallar. Cayeron las puertas, se desprendió el piso, y aún así intenté continuar, empujando el cacharro con los pies como en un dibujo animado. Rubicundo, con las venas de la frente a punto de explotar, resoplaba a cada paso.

Cuando el vehículo al fin perdió una rueda, seguimos a pie. La tradición exigía que avanzáramos de la mano para no perderla entre la gente que se agolpaba en las estrechas y siempre atestadas pasarelas. Como no me decidía a hacerlo, fue ella quien aferró mi mano. Fuego eléctrico nació de ese contacto. Recorrimos dos niveles con una lentitud pasmosa. La marea humana no nos permitía avanzar más que unos pasos por minuto, nadando a contracorriente. Eran los niveles más sencillos de recorrer: los unía una pasarela inclinada, resbalosa, sin escalones, por la que los niños se deslizaban sobre una chapa engrasada cuando no había peatones atravesándola, es decir, de noche, en plena oscuridad.

Para bajar hasta el tercer nivel sin morir en el intento, teníamos que encontrar una exclusa que no diera al vacío y que además fuera lo suficientemente grande como para permitir nuestro paso. Para calcularlo tuve que pensar de nuevo en su cuerpo: pequeño, compacto, armonioso, flexible… no era lo más recomendable.

La costumbre indicaba que yo debía guiar el rumbo pero la dejaba adelantarme para poder observarla caminar, ver cómo la tela se movía sobre su piel a cada paso. Sus brazos y piernas brillaban como metal virgen, libre del deterioro del óxido. Más allá de todos los ejemplos que podía sacar de tantas obras de arte, mi mundo era mi mundo y mis metáforas de belleza lo reflejaban.

Encontramos una escotilla y bajamos sin problemas al tercer nivel. Alguien (su familia, seguramente) había apilado bolsas de semillas bajo la abertura, que intentarían frenar nuestra caída. Faltaba un nivel para llegar a la iglesia. Llevábamos un buen tiempo caminando y me dolían los músculos, pero al menos estaba en movimiento. Imaginar a los invitados de pie, inmóviles, sin poder estirar las piernas, me hacía sentir bien por contraste.

En el cuarto nivel nos esperaba el mercado: puestos diminutos con vegetales o baratijas para canjear, iniciando una rudimentaria economía basada en el trueque. Yo deseaba que no prosperara. Muchos libros, películas y discos se dedicaban a cantar las desgracias de los sistemas económicos, y si alguien había traicionado la esencia del arte musical (transmitir emociones en un estado de pureza absoluta) para atacar algo, ese algo debía ser decididamente maligno.

Sin soltar nuestras manos, descansamos unos segundos sentados en la fuente de agua en medio del mercado. Estuve a punto de abrir la boca pero no me decidí a tiempo y, cuando volvimos a estar de pie, no quedaba sino seguir caminando.

Llegamos a la escotilla que bajaba hacia el nivel-iglesia dos horas después de comenzar la travesía, exhaustos y doloridos por el inusual esfuerzo: nadie camina tanto en un solo día, no hay motivos para hacerlo. Frente a la escotilla suspiré tan fuerte que ella se quedó mirándome un rato, y estuve a punto de hablarle de nuevo pero la inutilidad de cualquier palabra me golpeó y enmudeció. Solté su mano y traté de girar la rueda que permitía abrir la escotilla.

No se movió.

Traté de nuevo. Sin resultados. Ella lo intentó también, para mi vergüenza, pero por suerte no logró el más mínimo desplazamiento. Las ruedas atascadas eran algo habitual: el óxido solía solidificarse con el calor y sellar las puertas. Otras veces, los grupos de trabajo improvisados, creyendo eliminar una entrada falsa o peligrosa, soldaban escotillas funcionales. Cualquiera fuese el motivo, teníamos que buscar otro lugar de paso: ella debía hacerse esperar, llegar tarde, sí, pero en algún momento tenía que llegar. La otra escotilla oficial de ingreso quedaba en el extremo opuesto del nivel y, si bien podíamos ir hasta ahí cumpliendo con nuestro cometido de tardar todo lo humanamente posible, nos hubiéramos desmayado de cansancio antes de recorrer la mitad del camino. No quedaba más opción que buscar algún pasadizo diminuto. Vimos varios, pero daban a una larga caída, daban a túneles de los cuales tal vez nunca saldríamos o eran demasiado pequeños.

Encontramos una rejilla rectangular por la que apenas podíamos pasar. La oscuridad ahí abajo era absoluta. Dejé caer una piedra para calcular la distancia que nos separaba del nivel inferior, el nivel-iglesia. Estábamos a unos cuatro metros por encima del campo penitencial, un sector en el que nunca se habían instalado luces para conservar inalterada la perpetua oscuridad. Ahí los fieles cumplían sus penitencias rezando en la negrura, pensando en cómo los pecados habían teñido sus almas antes luminosas del color más detestable.

Era obvio que los habitantes del cuarto nivel utilizaban esa trampilla para bajar de forma regular, ya que, soldada a un costado, había una varilla de metal que se doblaba en una L: se podía apoyar un pie en ella y desde ahí saltar hacia abajo dividiendo los cuatro metros de caída en dos saltos de dos metros, todavía peligrosos pero posibles.

Salté al vacío mientras la novia me esperaba en la superficie del cuatro nivel, raspando mis brazos contra los bordes de la trampilla. Apoyé ambos pies en el soporte y esperé a que ella bajara. Pero no bajó: se zambulló hacia el suelo. Vi pasar por el hueco de la rejilla, recortado en un haz de luz, sus brazos con las palmas unidas, sus hombros pequeños y el resto de su cuerpo, sin provocarse ni un rasguño. Reaccioné por instinto y estiré una mano hacia la oscuridad: con la otra me aferraba a la barra de metal. Ella caía a medida que mis dedos se cerraban en el lugar por donde intuía que pasaba su cuerpo. Mi mano se cerraba en cámara lenta. Encontré una de sus piernas. Rozar su piel era como acariciar una flor con miles de pétalos diminutos.

Un segundo después, ella colgaba de cabeza y se balanceaba, mientras la sostenía arduamente con un brazo. En cualquier otra situación, soportar su peso hubiera sido extremadamente difícil, pero yo casi no sentía el peso porque la gravedad había hecho caer sobre su torso la falda del vestido, sostenida por un cinto de tela. Intenté mirar, confirmar si estaba desnuda debajo, pero sólo una pequeña franja de su pierna se encontraba con el haz de luz. Me agaché todo lo que pude para acercarla al suelo y, cuando solté su tobillo, apoyó las manos, dio un giro y cayó de pie bajo la zona iluminada como una artista de circo. No sólo parecía más vital que las demás mujeres gracias al color de su piel sino que, evidentemente, lo era.

Faltaba poco. La oscuridad absoluta del campo penitencial hacía posible reconocer, a unos cien metros de distancia, las antorchas encendidas de los invitados. Una puerta rectangular nos llevaría hasta la ceremonia. La luz aún lejana volvía transparente su vestido y le daba relieve a toda la superficie de su cuerpo: su cuello largo, sus hombros erguidos, su cintura pequeña continuada en caderas hermosamente torneadas, semi circulares, marcaba cada parte de su cuerpo como si la ropa fuera un espejismo del cual la vista se libraba de repente.

A metros de la puerta la detuve con cierta brusquedad. Giró sorprendida. Aferré sus brazos, inmovilizándola para escondernos en las sombras, lejos de la débil luz de antorchas que se acercaba en oleadas. La besé, sin haberlo hecho antes y sin saber cómo hacerlo. Ella no respondió. Su cabeza escapaba hacia atrás. Quería conseguir un beso sorpresivo pero consentido, compartido, como el que corona el final de las películas. Lo intenté de nuevo y de nuevo su cuello se estiró hasta el límite. Sus labios no se movían. La besaba de forma rígida, con un nudo en la garganta, invadido por una sensación de condena, de última oportunidad fallida o desperdiciada.

Hubo un segundo corte y un tercer intento. Tampoco respondió.

La solté entonces. Mis manos dejaron marcas oscuras en sus brazos. Comenzó a caminar para cruzar sola la puerta y entrar en la luz, a su celebración, a su fiesta. Al día siguiente me reprocharían haberla abandonado antes de tiempo, pero no me importaba.

Dio dos pasos. Después giró. Sonreía, creo, pero la luz había quedado detrás suyo y su cara estaba en las sombras. Soltó el nudo que ataba su vestido y lo dejó caer. Mientras pegaba su cuerpo al mío la escuché susurrar:

-Que esperen un poco más.

No quiero pensar que ese final estaba previsto, que era tan sólo la última parte de un ritual tan viejo como el matrimonio.


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