Wednesday, June 27, 2012

Menosprecio de corte y alabanza de aldea (fragmento) - de Antonio de Guevara


Plutarco, en el libro De curiositate vitanda, dice que en Atenas topó un griego con un egipcio, que llevaba so la capa cierta cosa sobarcada, y, como le preguntase qué llevaba, respondióle él: «Et ideo obvelatum est, ut tu nescias.» Como si dijera: «Por eso va ello cubierto con el manto, porque tú ni otro sepáis lo que va aquí escondido.» Solón Solonino mandó en sus leyes a los atenienses que todos tuviesen aldabas a las puertas de sus casas, y que, si alguno entraba en casa ajena sin tocar primero a la aldaba, le diesen la misma pena que daban al que robaba la casa. Entre los cretenses fue ley muy usada y guardada que, si algún peregrino viniese de tierras extrañas a sus tierras propias, no fuese nadie osado de preguntarle quién era, de dónde era, qué quería, ni de dónde venía, so pena que azotasen al que lo preguntase y desterrasen al que lo dijese. El fin porque los antiguos hicieron estas leyes fue para quitar a los hombres el vicio de la curiosidad, es a saber: el querer saber las vidas ajenas y no hacer caso de las suyas propias, como sea verdad que ninguno tenga su vida tan corregida, que no haya en ella qué enmendar y aun qué castigar. Lo más en que ocupan los hombres el tiempo es en preguntar y pesquisar qué hacen sus vecinos, en qué entienden, de qué viven, con quién tratan, a dó van, a dó entran, y aun en qué piensan; porque, no contentos de lo preguntar, lo presumen de adivinar. Veréis a unos hombres tan determinados o, por mejor decir, tan desalmados, que juran y perjuran que Fulano tiene pendencias con Fulana, y que éste quiere mal a aquél, y aquél tiene hecha confederación con el otro; y, si le conjuran a que diga cómo lo sabe, responde que él saber no lo sabe, mas que de muy cierto lo presume, porque el cielo se puede caer, y que su corazón a él no le puede engañar.
Loan y nunca acaban de loar Plutarco, Aulo Gelio y Plinio al buen romano Marco Porcio de que jamás hombre le oyó preguntar qué nuevas había en Roma, ni de cómo vivía cada uno en su casa, sino que solamente hablaba en lo que tocaba al bien de la república y respondía a lo que alguno le decía. El divino Platón, escribiendo a Dionisio Siracusano, dice así: «Homo curiosus hostibus utilior est quam sibi, siquidem illorum mala coarguit, commostrans illis quid sit cavendum quidve corrigendum.» Como si dijese: «El hombre que es curioso de saber vidas ajenas más amigo es de su enemigo que no lo es de sí mismo; porque en el enemigo luego pone la lengua en lo que no hace bien y de sí mismo nunca se conoce de lo que hace mal.»
Homero, Eunio, Xantipo y Ovidio, famosos poetas que fueron, dicen que a ningunos vieron tanto atormentar en el otro mundo como a los malditos de Ticio, Tántalo, Xioun, Sísifo y Panteo, no porque fueron más viciosos, sino porque presumieron de más curiosos, es a saber: que revolvían las repúblicas y entendían en vidas ajenas. Sócrates, el filósofo, en entrando en su academia y en subiéndose a la cátedra, la primera palabra que decía era ésta: «Quid de magistro?» A esto respondían luego sus discípulos: «Quid de discipulis?» Por estas palabras preguntaba Sócrates a sus discípulos qué les habían dicho de él aquel día, y ellos preguntábanle a él que qué le habían dicho de ellos; por manera que allí se decían los defectos que habían hecho y de lo que en la república los habían notado. En menos yerros caeríamos y menos excesos cometeríamos si quisiésemos hacer lo que Sócrates hacía, y humillarnos a preguntar lo que él preguntaba, porque ya que los hombres no miran lo que hacen, deberían de pesquisar lo que de ellos los otros dicen. Por absoluto que fuese un caballero, y por disoluto que fuese un plebeyo, si quisiese tener corazón para dejarse avisar y tuviese paciencia para consentirse corregir, es imposible que no enmendase de vergüenza lo que no deja de cometer por conciencia.
Archidano, rey muy famoso que fue de los esparciatas, preguntó al filósofo Pindárido que cuál era la cosa más difícil que el hombre podía hacer; a la cual pregunta respondió él: «No hay cosa para el hombre más fácil que el reprender a otros, y no hay cosa para él más difícil que dejarse reprender.» Cuán gran verdad haya dicho este filósofo no hay necesidad que mi pluma lo encarezca, pues cada uno lo alcanza; porque para reprender a otros son infinitos los que tienen habilidad y para ser reprendidos no hay quien tenga humildad. Epenetho, notable filósofo que fue entre los tebanos, no puede ser contado ni aun condenado con los curiosos y maliciosos, el cual, como hubiese filosofado en las academias de Tebas por espacio de treinta años y le riñesen muchos porque no reñía los vicios que veía cometer, respondió: «De que no haya en mí que reprender, comenzaré a reprender.» Respuesta fue ésta digna por cierto de notar, y no menos de imitar, porque si cada uno quisiese llevar a juicio y poner en examen su vida, por ventura daría por libre al que él acusa y condenaría a él en lo que al otro acusaba.
Cuando Platón se partía de Tinacria para tornar a Grecia, díjole el tirano Dionisio: «¡Oh, qué de males dirás de mí, oh, Platón, y de mi tiranía, de que te halles entre los filósofos de Grecia!» A lo cual respondió Platón: «No hayas miedo de eso, Dionisio, ni que yo lo diga, ni aun que los otros lo escuchen, porque están tan corregidas y ocupadas las academias de Grecia, que no les queda tiempo para decir ni sola una palabra ociosa.» Y dijo más Platón: «Sabe, si no lo sabes, ¡oh, Dionisio!, que toda la suma de nuestra filosofía es persuadir y aconsejar a los hombres a que cada uno sea juez de su vida propia y no cure de escudriñar la vida ajena.» Filípides, el poeta, primero inventor que fue de las comedias, como fuese muy gran amigo y privado del rey Lisímaco, díjole un día el Rey: «Quid e meis rebus tibi impertiam? Inquit Philípides. Nil, ¡o, rex!, ex tuis archanis.» Como si dijese: «¿Qué quieres que te dé, oh, amigo mío Filípides?» A lo cual él respondió: «La mayor merced que me puedes hacer, ¡oh, rey!, es que no me des parte de tus secretos.» ¡Oh, alta y muy alta respuesta, la cual será de muchos leída y de muy pocos entendida, porque si éste filósofo no quería saber lo que el rey sabía, mucho menos quisiera saber lo que su vecino hacía! 


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Lo malo de leer textos tan viejos (éste es del siglo XVI), es que te das cuenta de que las cosas nunca cambian; lo bueno es que te das cuenta de que reconocer a los pelotudos y a los hijos de puta siempre ha sido igual de sencillo.

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