Plutarco, en el libro De curiositate vitanda,
dice que en Atenas topó un griego con un egipcio, que llevaba so la capa cierta
cosa sobarcada, y, como le preguntase qué llevaba, respondióle él: «Et ideo
obvelatum est, ut tu nescias.» Como si dijera: «Por eso va ello cubierto con el
manto, porque tú ni otro sepáis lo que va aquí escondido.» Solón Solonino mandó
en sus leyes a los atenienses que todos tuviesen aldabas a las puertas de sus
casas, y que, si alguno entraba en casa ajena sin tocar primero a la aldaba, le
diesen la misma pena que daban al que robaba la casa. Entre los cretenses fue
ley muy usada y guardada que, si algún peregrino viniese de tierras extrañas a
sus tierras propias, no fuese nadie osado de preguntarle quién era, de dónde
era, qué quería, ni de dónde venía, so pena que azotasen al que lo preguntase y
desterrasen al que lo dijese. El fin porque los antiguos hicieron estas leyes
fue para quitar a los hombres el vicio de la curiosidad, es a saber: el querer
saber las vidas ajenas y no hacer caso de las suyas propias, como sea verdad
que ninguno tenga su vida tan corregida, que no haya en ella qué enmendar y aun
qué castigar. Lo más en que ocupan los hombres el tiempo es en preguntar y
pesquisar qué hacen sus vecinos, en qué entienden, de qué viven, con quién
tratan, a dó van, a dó entran, y aun en qué piensan; porque, no contentos de lo
preguntar, lo presumen de adivinar. Veréis a unos hombres tan determinados o,
por mejor decir, tan desalmados, que juran y perjuran que Fulano tiene
pendencias con Fulana, y que éste quiere mal a aquél, y aquél tiene hecha confederación
con el otro; y, si le conjuran a que diga cómo lo sabe, responde que él saber
no lo sabe, mas que de muy cierto lo presume, porque el cielo se puede caer, y
que su corazón a él no le puede engañar.
Loan y nunca acaban de loar Plutarco, Aulo Gelio y
Plinio al buen romano Marco Porcio de que jamás hombre le oyó preguntar qué
nuevas había en Roma, ni de cómo vivía cada uno en su casa, sino que solamente
hablaba en lo que tocaba al bien de la república y respondía a lo que alguno le
decía. El divino Platón, escribiendo a Dionisio Siracusano, dice así: «Homo
curiosus hostibus utilior est quam sibi, siquidem illorum mala coarguit,
commostrans illis quid sit cavendum quidve corrigendum.» Como si dijese: «El
hombre que es curioso de saber vidas ajenas más amigo es de su enemigo que no
lo es de sí mismo; porque en el enemigo luego pone la lengua en lo que no hace
bien y de sí mismo nunca se conoce de lo que hace mal.»
Homero, Eunio, Xantipo y Ovidio, famosos poetas que
fueron, dicen que a ningunos vieron tanto atormentar en el otro mundo como a
los malditos de Ticio, Tántalo, Xioun, Sísifo y Panteo, no porque fueron más
viciosos, sino porque presumieron de más curiosos, es a saber: que revolvían
las repúblicas y entendían en vidas ajenas. Sócrates, el filósofo, en entrando
en su academia y en subiéndose a la cátedra, la primera palabra que decía era
ésta: «Quid de magistro?» A esto respondían luego sus discípulos: «Quid de
discipulis?» Por estas palabras preguntaba Sócrates a sus discípulos qué les
habían dicho de él aquel día, y ellos preguntábanle a él que qué le habían
dicho de ellos; por manera que allí se decían los defectos que habían hecho y
de lo que en la república los habían notado. En menos yerros caeríamos y menos
excesos cometeríamos si quisiésemos hacer lo que Sócrates hacía, y humillarnos
a preguntar lo que él preguntaba, porque ya que los hombres no miran lo que
hacen, deberían de pesquisar lo que de ellos los otros dicen. Por absoluto que
fuese un caballero, y por disoluto que fuese un plebeyo, si quisiese tener
corazón para dejarse avisar y tuviese paciencia para consentirse corregir, es
imposible que no enmendase de vergüenza lo que no deja de cometer por
conciencia.
Archidano, rey muy famoso que fue de los
esparciatas, preguntó al filósofo Pindárido que cuál era la cosa más difícil
que el hombre podía hacer; a la cual pregunta respondió él: «No hay cosa para
el hombre más fácil que el reprender a otros, y no hay cosa para él más difícil
que dejarse reprender.» Cuán gran verdad haya dicho este filósofo no hay
necesidad que mi pluma lo encarezca, pues cada uno lo alcanza; porque para
reprender a otros son infinitos los que tienen habilidad y para ser reprendidos
no hay quien tenga humildad. Epenetho, notable filósofo que fue entre los
tebanos, no puede ser contado ni aun condenado con los curiosos y maliciosos,
el cual, como hubiese filosofado en las academias de Tebas por espacio de
treinta años y le riñesen muchos porque no reñía los vicios que veía cometer,
respondió: «De que no haya en mí que reprender, comenzaré a reprender.»
Respuesta fue ésta digna por cierto de notar, y no menos de imitar, porque si
cada uno quisiese llevar a juicio y poner en examen su vida, por ventura daría
por libre al que él acusa y condenaría a él en lo que al otro acusaba.
Cuando Platón se partía de Tinacria para tornar a
Grecia, díjole el tirano Dionisio: «¡Oh, qué de males dirás de mí, oh, Platón,
y de mi tiranía, de que te halles entre los filósofos de Grecia!» A lo cual
respondió Platón: «No hayas miedo de eso, Dionisio, ni que yo lo diga, ni aun
que los otros lo escuchen, porque están tan corregidas y ocupadas las academias
de Grecia, que no les queda tiempo para decir ni sola una palabra ociosa.» Y
dijo más Platón: «Sabe, si no lo sabes, ¡oh, Dionisio!, que toda la suma de
nuestra filosofía es persuadir y aconsejar a los hombres a que cada uno sea
juez de su vida propia y no cure de escudriñar la vida ajena.» Filípides, el
poeta, primero inventor que fue de las comedias, como fuese muy gran amigo y
privado del rey Lisímaco, díjole un día el Rey: «Quid e meis rebus tibi
impertiam? Inquit Philípides. Nil, ¡o, rex!, ex tuis archanis.» Como si dijese:
«¿Qué quieres que te dé, oh, amigo mío Filípides?» A lo cual él respondió: «La
mayor merced que me puedes hacer, ¡oh, rey!, es que no me des parte de tus
secretos.» ¡Oh, alta y muy alta respuesta, la cual será de muchos leída y de
muy pocos entendida, porque si éste filósofo no quería saber lo que el rey
sabía, mucho menos quisiera saber lo que su vecino hacía!
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Lo malo de leer textos tan viejos (éste es del siglo XVI), es que te das cuenta de que las cosas nunca cambian; lo bueno es que te das cuenta de que reconocer a los pelotudos y a los hijos de puta siempre ha sido igual de sencillo.
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