Saturday, May 07, 2011

De cómo conocí a Saint Exupery gracias a que me la re mandé en el trabajo

Hace mucho que quiero escribir pero por un lado casi no tengo tiempo y por el otro me falta el marco para encuadrar mi situación actual.
Por suerte, se define fácilmente, con una sola frase: me la re mandé.
O sea, siempre dije que tenía el mejor trabajo del mundo, o al menos el mejor que puede conseguir una persona como yo, sin un título y sin capacidades de interacción social normales. Entonces, después de 14 años y monedas, hice lo que cualquier estúpido haría: lo dejé, pensando que en otro lado iba a estar mejor.
Hay atenuantes: laburar de noche es bastante desgastante, las horas de sueño no te alcanzan por más tiempo que duermas (cuando era más chico, vivía solo y no tenía hijos, había días en que dormía las 14 horas del día que me quedaban libres, descontando las 8 del laburo, una para ir desde el departamento y otra para volver), todos tus horarios se descontrolan, solés comer porquerías y tu carácter no es el mejor porque vivís con sueño y vivir con sueño es vivir irritado, de mal humor, lo que sumado a mi irritación y mi mal humor natural hacía que la tarea de ser padre se me hiciera cuesta arriba. Porque a los nenes los tenés que tratar bien, tenés que demostrarles cariño todo el tiempo porque ellos no tienen la culpa de tus problemas, pero se te hace difícil cuando la cabeza te explota y de lo único que tenés ganas es de dormir la siesta para robarle un poco más de descanso al día.
Y el segundo atenuante es la gente, los pacientes (o lo clientes, según como uno lo quiera ver): desafío a cualquiera a trabajar catorce años en atención al público y conservar su amor por la humanidad intacto. Ya lo dijo el amigo Dostoievski en Los hermanos Karamazov: todavía es posible amar a tus semejantes, pero de lejos.
Y eso es lo jodido, las dos razones por las cuales cambié de horario y de sector en la clínica son válidas, y lo que yo quería obtener del cambió lo obtuve: estoy más despierto de día y dejé de atender al público, lo cual me llena de alegría. Ahora paso por la recepción a cualquier hora y veo las colas o los amontonamientos de personas con cara de urgencia furiosa y no quisiera estar ahí por nada del mundo.
Y el día. Vivir el día. Es algo que para la mayoría de los seres humanos no sería destacable, pero para mí no podría ser más raro. Hace unas semanas pasé, tipo cuatro de la tarde,  frente a la biblioteca en la que están ordenadas mis historietas y revisé los lomos buscando algo para leer, y la luz no me lastimó los ojos. ¿Entienden a lo que voy? Tres meses atrás la luz de las cuatro de la tarde me lastimaba los ojos, la luz del día no estaba hecha para mí, me era hostil. ¿Saben lo que se siente que la luz del día este hecha para vos después de más de una década de sentirla tu enemiga?  Para mí la luz era antinatural, en el sentido de que iba en contra de la segunda naturaleza de la costumbre, de toda la organización horaria de mi vida. No era problema de la luz, sino de que yo vivía al revés, de que ella era buena para la gente diurna y yo no lo era.
Bueno, esas son las cosas positivas que saqué del cambio. Ahora, todo lo demás es una porquería.
Lo que yo pedía fue simple: trabajar de día en un sector sin atención al público, No hubo nada más específico que eso, pero sabía que había quedado vacante un lugar en la farmacia y que era muy posible que terminara ahí. Y terminé ahí, con la tarea de sistematizar (informatizar) la farmacia, de ingresar en un sistema informático que a nadie le gusta y con el que nadie quiere laburar cada ampolla y cada comprimido de medicación que entra y sale de la farmacia.
El primer problema fue la guita: sacando el porcentaje que te pagan de más por laburar de noche (ya que es un horario insalubre) y sacando las horas al 50 y al 100 (porque recepción es un lugar donde no hay domingo ni feriado que valga, se labura de lunes a lunes salvo los francos, que caen el día que se pueda) mi sueldo bajó un montón. Demasiado. De hecho, este mes ni siquiera voy a retirarlo del cajero porque con los restos que me quedan de las tarjetas impagas de los dos meses anteriores ya le pertenece al banco, así de corta.
Nunca me voy a olvidar las primeras señales: yo llegué a la farmacia con la mejor, para quedarme, con mi mate y mi grabadorcito, pero resulta que después de unas semanas me prohibieron tomar mate (ahí sólo se debe laburar, sin interrupciones como engañar la panza con agua caliente con gusto a yuyo) y me prohibieron escuchar música porque, según la jefa, lo que yo escucho es “¡Horrible, horrible!” (era Guns ‘n’ Roses y Bon Jovi y cosas así, The Doors, temas de las películas de Tarantino… tampoco es que caí con Slipknot o los temas más podridos de System of a Down)… y eso ya debería haberme decidido, porque un laburo donde no se puede tomar mate ni escuchar música no es un laburo piola ni por las tapas. Después me comí un ataque de histeria de mi jefa y el ambiente de trabajo se volvió irrespirable... porque, de yapa, la culpa del mal clima de trabajo se me endilgó a mí cuando lo único que hice fue quedarme parado escuchando cómo me trataban de inútil… bueno, hay que decir que desde ese día dejé de hablarle salvo para hacerle alguna pregunta absolutamente necesaria en lo estrictamente laboral y que cuando no hay otra persona ahí no vuela una mosca y lo único que se escucha es el tac-tac de mis dedos aporreando el teclado de la pc. Después (contrario a lo que me habían prometido desde un principio) me prohibieron cambiar de horario o de turno, siquiera en caso de un imprevisto o una urgencia familiar; de 6 a 14 sin rechistar, de frente march, pierna derecha pierna izquierda. Fue algo periódico, como si fuera tachando de a una las posibilidades de estar mejor por tal o cual motivo y me quedó saldo negativo en todos los aspectos: más laburo por menos guita, más presión, mal clima de trabajo, sin posibilidad de cambiar los horarios o los francos.
Y otra cosa para remarcar es que me la paso las 8 horas laburando. Laburando en serio, sin parar. Hay días en que se me agarrotan los tendones de las muñecas de estar todo el tiempo escribiendo en el teclado y tengo que parar porque literalmente no puedo apretar una tecla, mientas que antes, en la recepción de noche, tenía tiempo para leer y escribir y corregir y pensar. Sí, porque para pensar se necesita tiempo y tranquilidad, cosa que en el laburo o en casa, cuidando de dos nenes, no puedo conseguir por uno u otro motivo.
Para ser claro, TODO, pero TODO lo que he escrito en estos 14 años, todo lo que he corregido y preparado para socializar (para ediciones artesanales, antologías, lo que fuere), salvo alguna anotación de alguna idea suelta, lo he hecho de noche en el laburo. Por eso sobre todo sabía que era el mejor laburo del mundo. No era sólo lo que me daba para comer y dormir bajo techo sino que era mi tiempo para mí, mi tiempo para crear.
De la misma forma, salvo algunas excepciones, todo lo que he leído lo he leído en el laburo, mientras esperaba que cayera algún paciente. Mi record personal es haber leído Rayuela en tres noches a los 22 años. Tres noches especialmente tranquilas, claro.
Ahora todo eso se terminó. Ni media chance de escribir algo. Ni tiempo para darle forma a una idea o actualizar el blog. Ni música ni películas para inspirarme. Ocho horas dándole a las teclas para hacer algo que nadie espera realistamente que salga bien pero para lo que se necesita un boludo para echarle la culpa cuando salga mal. Sin poder leer tampoco. Pero el tema es que yo puedo estar sin leer, así que empecé a llevarme libritos de formato chiquito, pocket, y unos minutos al día me escapo, voy al baño o me escondo en algún lugar donde no haya nadie, y leo un poco. Va lento, pero al menos el mes pasado pude leer completo Piloto de Guerra de Antonie de Saint-Exúpery, una de las mejores novelas que he leído. Y ahora arranqué con La Fuerza Bruta (Of mice and men) de Steinbeck, que Borges definió como "un libro brutal". Veré qué onda, porque aunque Borges era único cuando quería ser conciso, la verdad es que muchas veces se dejaba ganar por su gusto por la exageración.
Lo que sí es seguro es que, por suerte, en literatura sí es cierto que lo bueno puede venir en frasco chico.

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