Wednesday, June 24, 2009

La luz viene de los fosos - de Federico Joaquín

GENERALIDADES
La luz viene de los fosos, de Federico Joaquín, es un libro conciso, hace de la brevedad y la precisión sus mayores virtudes, cuando podrían ser fácilmente cualidades negativas. Cada uno de los poemas que lo conforman, mínimos en cuanto a su extensión, son un ejercicio de síntesis, utilizan pocos versos para abrir una cantidad enorme de significados, no sólo en forma de ideas sino de sensaciones, atisbos de una verdad vital que se observa de reojo porque su contemplación directa nos dejaría ciegos, inmersos en la misma oscuridad que envuelve y llena al yo poético que sostiene la enunciación.
No son textos contemplativos, no hablan de abstracciones sino de realidades internas, como una prueba de que se puede sentir a través de ideas, de que se puede hilar un fluir de sensaciones como si se tratara de silogismos, de que el órgano que piensa y el que experimenta las emociones puede muy bien ser el mismo.
A pesar de la brevedad de los poemas se necesita tiempo para captarlos, cada uno es como una pastilla efervescente que debe disolverse unos segundos en agua para liberar sus propiedades. No se trata de que hayan significados cuya decodificación exija una relectura, sino que al final de cada estrofa breve es útil dejar pasar un instante para que lo leído actúe en nosotros y así sentir las conexiones dentro del mundo autosuficiente que el libro crea en dos formas paralelas y complementarias: poema por poema y como totalidad. En la posibilidad de las dos lecturas está una de las muestras más acabadas de la maestría, de la unión del oficio con el talento, del poeta Federico Joaquín.

TIEMPO Y ESPACIO
“1 // en una habitación cerrada / en compañía de las moscas”, así comienza el periplo interno que narra La luz viene de los fosos. El dístico, como ocurrirá a lo largo de todo el libro, dice mucho más de lo que aparentan sus pocas palabras: no sólo nos ubica en un lugar y en una situación sino que habla de oscuridad, de aislamiento, sentando así el tono y la temática de la obra.
El lugar, la habitación cerrada, puede ser sólo eso, pero también un símbolo que representa la mente o la vida del yo poético. La situación es la soledad. El tiempo es ahora, un presente fijo y continuo que contrasta con la temporalidad fluctuante del yo que enuncia.
En efecto, al centrarnos en el yo poético, encontramos rastros claros de una temporalidad dislocada. Dicho yo está anclado al mismo tiempo en el pasado -lo perdido y recordado- y el futuro -lo que aún no llega- (“10 // llueve sobre mi sombra // tengo recuerdos de habitar / un útero olvidado / en el futuro”; “82 // atardece con indiferencia // recuerdos / vestigios / de futuro”).
El propio yo se concibe en el futuro como algo perdido, lo que subvierte las coordenadas temporales: lo perdido, que por lógica debe formar parte del pasado, se nos presenta como plan de realización, como horizonte de expectativas (“70 // en lo profundo / sellada / futura / una soledad presente”).

TEMAS E IMAGENES
El color que domina en La luz viene de los fosos es el negro, desde la ambientación, desde la mirada, desde la misma portada del libro. Se da una instancia de observación donde el sujeto y el objeto no necesitan modificarse mutuamente porque lo que observa y lo que es observado son el realidad la misma cosa: la oscuridad del yo poético conectándose con la oscuridad del mundo. Ni el yo es todo oscuridad ni el mundo lo es, sino que en la obra esas porciones de oscuridad presentes en todo y en todos se conectan, se reconocen al mirarse en una suerte de espejo opaco.

Son temas o imágenes recurrentes: la oscuridad, el silencio, la noche, la espera, los muertos, el sol como luz del amanecer, el agua, los muros, la lengua, el eclipse. Cada uno de ellos tiene su matriz de significados propia y las entretejen a lo largo del texto.

En lugar de la Parca, la muerte personificada, en los textos que componen La luz viene de los fosos aparecen retratados los muertos como cuerpo y los ornamentos externos, culturales, del luto. Los cadáveres, el ataúd, las marcas de la muerte que permanecen en nuestra memoria como marcos imposibles para la vida (“37 // cuando despierto en el pequeño / ataúd / del niño que fui / la luz se omite / tendenciosa”; “40 // sólo escucho el sonido / de lo que viene a morir en las playas silentes / como cadáveres hinchados que devuelve el mar”).
Después de cierto tiempo, el ataúd, el cadáver y la tumba son realidades más fuertes y más próximas a nosotros que la vida pasada de quien ya no está. Se trata de imágenes con resonancias potentes en todos los sentidos. El cuerpo de un muerto es la síntesis oscura de la sinestesia: su tacto frío, su olor o la ausencia de olores conocidos, su rostro deformado porque los músculos se han caído, los ojos y la boca cerrados artificialmente con pegamento y otros cientos de detalles de ominosa pequeñez.


CRUCES
Hay varios puntos de unión entre los elementos reincidentes en el texto. Se unen por instantes, en un segundo plano casi, imprimiéndole mayor densidad a la obra. El agua y la muerte, la oscuridad y el muro, el agua oscura, la pared húmeda, el amanecer, los cadáveres a la deriva, la espera sin luz. Por momentos se cruzan, se opacan y cubren unos a otros, produciendo eclipses donde cuerpos celestes son reemplazados por elementos más cercanos, que rompen el cliché en que podría convertirse el eclipse.

El muro y la lluvia constituyen la pareja que más se repite a lo largo del texto: lo duro y resistente en contraste con lo fluido. No encarnan sólo la oposición entre dos elementos conformadores del mundo y del hombre sino dos opciones de existencia: ser rígido o ser fluido. La tercera opción es la no existencia, es desaparecer.
Se produce un diálogo entre el muro (el yo pasado, que no puede modificarse) y el agua (lo fluido, lo que conserva su capacidad de adaptación). El pasado es un muro grabado con las marcas de muertes anteriores (“26 // ahogué en la noche / las voces / de los que ya murieron en mí”), es el cuerpo en el cual el paso de los días queda inamovible. Lo fluido es una carrera permanente hacia delante. El que vino a perderse se ha perdido, ha soltado al mano de lo que queda detrás, pero él no queda, él sigue, con la ayuda de la fluidez que el agua le contagia (“62 // no estoy buscando a nadie / vine a perderme”; “74 // después de la lluvia / el manantial / me devuelve una cara lavada”).

Los motivos de la espera, de la noche, el amanecer y la lengua se unen en distintos pasajes. La noche es el útero que protege y del cual se espera salir a un día amenazador. Es una espera frenada por el botón de pausa, una espera eterna (“35 // espero por lo que no va a volver / en una pausa eterna / para siempre”).
La noche se convierte en agua, en un líquido oscuro donde ahogar las voces que restan, producto de las lenguas de yoes pasados.
La lengua es importante como órgano del decir, es el origen del lenguaje, el órgano que permite la modulación de palabras, aunque éstas no hagan lo que deben, llamen a algo que no obedece atrayendo a su contrario (“78 // te llamo noche / y amanece”).

LUZ / OSCURIDAD / ECLIPSE
El recorrido se revela recursivo: oscuridad dentro y oscuridad fuera, un viaje de ida y vuelta de oscuridad a oscuridad. Por ello se reitera la imagen recurrente y recombinada de los espejos (“75 // cadáveres tejen / la lengua / de los espejos”; “68 // lo que estremece / en esta galería de espejos / es la distancia que ni separa / ni acerca”), no sólo porque el ser humano en soledad suele ser recursivo y mirarse a sí mismo, examinarse para dar con una definición que lo contenga, sino porque en La luz viene de los fosos mirar el mundo es mirarse y viceversa. El juego de reflejos no necesita de una superficie reflejante en medio del original y la copia porque no hay tales, porque ambas oscuridades son protagonistas de sus propios planos (interno y externo) y por ello son idénticas y enfrentadas.

No sólo el día, el amanecer, es retratado como algo temible, esperado con una mezcla de miedo y resignación, sino que se retrata a la noche y la oscuridad como brillantes, acogedoras (“52 // un hombre repta / perpetuo / en el brillo de la noche”). Hay algo de gótico, de vampiresco, en tales representaciones, algo de mundo vuelto al revés, de días amenazantes y ataúdes como lechos en los cuales descansar cómodo y protegido. Se aleja de lo gótico en la ausencia de afectación sobreactuada. No se trata de un yo poético que se viste de negro, se maquilla y ejecuta un acting, una performance dedicada a convencer a quienes observan. El yo poético es de carne y hueso y está desnudo y a oscuras, sin miradas que lo validen y sin palabras que busquen tal validación. Es sincero hasta doler. Encarna la esencia de dónde lo gótico copia sus afectaciones.

El eclipse repite el motivo de la unión de los contrarios cuya otra realización se da en los cruces entre el muro de piedra y el agua. En el eclipse reconocemos una de las evidencias más perturbadoras de la mecánica celeste, sobre todo para el hombre primitivo. No sólo es una prueba de que el mundo gira sino uno de los primeros hechos que generó el miedo por la continuidad del universo, después de las tormentas con sus rayos implacables y sus truenos como el martillo de un dios. Pero al ser la lluvia un fenómeno común su aparición dejó de ser temible y el eclipse fue tomado como signo de inminentes calamidades anormales, únicas, siendo la más definitiva el fin del mundo. La seguridad de que las reglas de funcionamiento internas de la naturaleza están en peligro serio está dada por la anomalía característica del eclipse: la oscuridad en pleno día o el doble oscuro que devora el brillo de la luna.

ENUNCIACIÓN
El uso de la primera persona en La luz viene de los fosos es acertada, ya que impide la actitud aleccionadora, cuasi-religiosa, que puede acarrear el uso de la segunda persona o el infinitivo, acerca el texto al universo del lector sin caer en la autorreferencialidad vacía.
La experiencia relatada, puesta en texto, es interna y personal pero no única, bucea en la vivencia humana de enfrentarse tanto a la oscuridad del mundo como a la del propio ser. En un acto que va desde el descubrimiento a la aceptación, pasando por el enfrentamiento, la duda, la comparación, la desesperanza, las ansias de cambiar, de ser otro para poder o bien librarse de esa oscuridad o abrazarla completamente, sin culpas (“43 // ser otro esta noche / en el sueño / o en la muerte”). Al fin y al cabo, el centro del libro es el problema mismo que representa la condición humana: la imposibilidad de ser ángel o demonio, la presencia de esa oscuridad que no podrá ser nunca abrazada ni expurgada completamente.

“SOY”
Un solo poema, significativamente el último, comienza con el término “soy”, el término autodefinitorio por excelencia, que encierra la quimera de unificar todas las facetas, todos los tiempos sincrónicos y diacrónicos, todas las grandezas y miserias de un yo, todas las causas y efectos que hacen avanzar una vida, en una definición escueta, articulada en sujeto, verbo copulativo y predicado.
Federico Joaquín expresa: “90 // soy el que se va / y permanece // el silencio / que me ciega / la boca / no se puede decir”.
Las dos estrofas finales aúnan el anhelo de la condición humana, la seguridad de desaparecer un día con la esperanza de perdurar en gestos o seres (un hijo, un árbol, un libro, como se nos ha enseñado a resumir) y el gesto exacto de un escritor que escribe para desaparecer y que al evaporarse deja detrás de sí las palabras.
Se va, sí. Y permanece.

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Este es un artículo que se publicó en la revista pampeana Museo Salvaje el año pasado.
Federico es un gran poeta y un tipazo.

1 comment:

GrwpUn said...

apreciable análisis. descubrir este libro fue placentero. leer este estudio también.
paz