EL ORDEN UNIVERSAL
El cuerpo de Néstor Heráclida, sacerdote de Apolo, será encontrado en el interior del templo pasado el mediodía, cuando los primeros suplicantes -las manos sosteniendo los ramos rituales, los ojos siguiendo el maquinal avance de sus pies- ingresen al recinto para escuchar de los labios del inerte intérprete las palabras del dios
Su muerte será incomprensible para los demás. Para él representará un hecho heroico, emulación de las hazañas que por nombre y leyenda deberían haber ocupado sus días. Mientras sus ojos se apaguen en una blancura sin principio y sin sombra, Néstor pensará en el hombre de cuerpo marmóreo y brazos fuertes como las rocas que separó para unir dos mares, recordará también cada verso en el cual su homónimo, a fuerza de astucia, ya viejo hasta el respeto, venció a escuadrones de troyanos que, bajo la afilada punta de sus consejos o atravesados por una palabra suya templada en la forja de ardientes años de batallas, cayeron sobre la tierra de aquella patria pronta a ser ultrajada a fin de que la historia diese otro giro, otra vuelta de medio lado, según los dados de los dioses cayeron. Y aún así, porque la muerte en su trascendencia se hace para el hombre infinita y abarca una vida, tendrá tiempo de anticipar las palabras de alguien que muy lejos y mucho más tarde nacerá para escribir –como él siempre lo pensó- que el destino que sus padres soñaron para él había sido alto y heroico, que ellos esperaban que su cerebro atento y sus brazos inclaudicables hicieran presa y juguete de los elementos, que los dominara en cuerpo y psique, que fuera un jugador compulsivo y sin culpas del juego que es la vida. Suspirará sus últimos gorjeos guturales –la boca anegada de borbotones de sangre- pensando: “Me legaron valor. No fui valiente”.
*
“Morirás a manos de tu mejor amigo”, había dicho Apolo en boca de la pitonisa.
-Laureles, el número sesenta y siete, dos tiaras, Hefestos arrojado por Zeus a Lemnos- gruñó la joven encomendada al dios hace tres días, cuando ya los suplicantes habían dejado el edificio. Sólo Néstor y la pitonisa quedaban en el templo; los demás sacerdotes se habían retirado. Pero pese al tiempo transcurrido la muchacha llamada Fedra no conseguía abandonar el trance: el fuego sagrado se había extinguido, los humos del dios ya no penetraban por su nariz, la bebida favorita de Apolo debería estar consumida dentro del cuerpo mortal, pero la virgen no se apartaba del trípode consagrado porque –como lo creía Néstor- el dios aún tenía algo que decir y el sacerdote, quien interpretaba las inconexas palabras de la joven como lo hacía cada día para comunicar los oráculos, era la única persona a la que Apolo podía desear advertirle algo. Y las palabras de Apolo significaban una sola cosa para su único oyente: “Morirás a manos de tu mejor amigo”.
Segundos después de hablar, Fedra cayó en tierra, desvanecida. Néstor debió reanimarla antes de que cada uno regresara a su morada atravesando el bosque que rodeaba el templo. Después de ofrecer libaciones al hogar familiar, Néstor cenó e intentó dormir, sin conseguirlo. Seguramente –pensaba- Apolo habíase confabulado con Morfeo para impedir que el Sueño golpeara los ojos del sacerdote con su vara. En cambio Mnemosine no se apartaba de él y le susurraba palabras incesantemente desde la cabecera de su cama. “Morirás a manos de tu mejor amigo”, recordaba intentando averiguar quién, en nombre de Zeus, era su mejor amigo.
El primero en acudir a su memoria era Adrasto, compañero de sus años de paideia. Fueron muy unidos, sobre todo a causa de sus sueños de gloria y epos resonantes. Deseaban –como niños que nada sabían fuera de lo que un poeta ciego quizás nunca escribió- que la Guerra volviese a vestir su lóriga curtida y a embrazar la égida de cuero y bronce para así darles la oportunidad de hacer lo mismo y en batalla poder reafirmar con hechos la gloria familiar que les había regalado la Parca que encabezaba el trío bordador del destino.
Adrasto partió hacia Salamina el mismo año en que Néstor fue encomendado al templo de su polis. Regresó gloriosamente dentro de un ánfora después de cebar su espada en las vísceras de guerreros persas y, al fin, ser atravesado por flechas enemigas. Desde que aquello ocurrió Néstor se sintió solo en el mundo. Envidiaba a su amigo, a quien imaginaba en los Campos Eliseos rodeado de héroes que él conocía sólo por nombre y reputación. Se sabía sin posibilidad de alcanzar la gloria, lo había condenado a la nada del Hades, a la nada de la vida sin laureles de triunfo, su capacidad para interpretar los sueños, leer el vuelo de las aves y las entrañas de los animales, comprender el significado de las palabras articuladas por cada flama de fuego, cada chispa de grasa, cada ruido de la carne y los huesos quebrándose por acción del calor y del gas interior de la vida tornandose humo.
Siempre supo que Adrasto fue su mejor amigo. Siempre pensó que había sido el único. Luego de su muerte, Néstor dejó la casa de sus padres para habitar otra cercana al templo. Allí sólo lo visitaban otros sacerdotes, a veces sus hermanos. Allí despertaba cada día mirando desde su ventana el cielo que en esas horas era tan azul e interminable como el mar que nunca surcaría para obtener la gloria, y se dormía al atardecer, cuando el horizonte y las nubes se coloreaban de rojo, del rojo que teñiría de sangre la espada que nunca ejercitaría en combate.
Pero Adrasto estaba muerto, él no podía asesinarlo. A no ser que lo persiguiese desde la tumba, pero ¿por qué? Él nunca había deshonrado su memoria ni olvidado hacer los sacrificios debidos. Seguramente el oráculo no se refería a su mejor amigo de toda la vida sino a quien lo fuera en el presente. Alguna explicación debía existir, porque el oráculo no podía equivocarse, el oráculo era la voz de un dios, la voz de uno de los seres que dirigía a capricho el mundo y el cielo orlado de estrellas que giraba a su alrededor y la voz que todo lo sabía porque todo lo veía no podía equivocarse. Pero él que era sólo un hombre, el descendiente de una piedra animada por Deucalión a medio camino entre el animal y el dios, él podía malinterpretar el mensaje o podía confundirse, deformar el recuerdo con el paso de las horas. Era posible. No sólo era un simple humano sino además un simple humano viejo.
El día siguiente esperó hasta que los suplicantes habían desocupado el recinto sagrado. Había elegido a otra muchacha para acabar la secuencia de pitonisas, a una doncella llamada Selene. Adrede dejó encendido el fuego ritual para que ella continuase aspirando los humos de Apolo. Se arrodilló frente a la joven, descalzo, agitando en sus manos ramas de laurel y encina mientras se humillaba ante el dios que codifica el destino en palabras.
Y las palabras que comenzaban a salir de la boca de la virgen no eran las mismas que el día anterior había pronunciado Fedra. Néstor respiraba aliviado porque sabía que el dios le comunicaría la verdad, una verdad destinada inequívocamente a él, quien ahora dirigía una consulta formal al oráculo. El mensaje del día anterior pertenecía a otra persona, solamente debía pensar a quién. Tal vez a la propia niña. ¡Pobre Fedra! ¡Morir a manos de su mejor amiga! Mañana mismo se lo diría, si ella no estaba ya muerta. Tal vez él, al creer que el dios le hablaba, había condenado a la joven. Pero no podía pensar en eso entonces. Lo que importaba era que estaba a salvo, lo que importaba era la voz del dios. Ya se ocuparía de hablar con la joven pitonisa después.
Y la voz del dios decía: dos encinas invictas, el rayo de Zeus, un río sin peces, un caballo, el búho de Atenea.
Y la interpretación de Néstor –quien fuera de sí aplastaba el fuego con sus pies descalzos y arrojaba a Selene del trípode, lastimándola aunque ella, aun en trance, no lo sentía- era: “La persona que mejor te conoce te asesinará”.
Néstor se desveló toda la noche, pensando aterrado. La persona que mejor lo conocía debía ser uno de sus padres, o de sus hermanos, o algún sacerdote que interpretaba oráculos junto a él. Había demasiadas posibilidades, no porque todos lo conocieran mucho sino porque lo conocían tan poco que era difícil cuantificarlo y hacer una comparación. Pero no podía declararse derrotado. Se negaba a creer lo que había escuchado. Buscaba posibles respuestas, posibles opciones. Tal vez haber interpretado él mismo las palabras del dios hacía que la profecía fuese falsa, a lo mejor el sacerdote no debía hacer inteligible los oráculos que él mismo solicitaba. No lo sabía, a pesar de su avanzada edad. Los dioses eran tan numerosos, tenían tantas reglas y actuaban tantas veces por capricho que no sabía qué pensar o creer. Y por lo demás, no había normas ni estatutos para el sacerdocio, todo se aprendía sobre la marcha, por tradición o por ensayo y error. Tenía que intentarlo una vez más pero haciendo que otra persona escuchara y transcribiera las palabras que la pitonisa en éxtasis liberaba.
La pregunta era ¿a quién pedirle la interpretación? Si todo era verdad y se dirigía a uno de sus amigos sacerdotes podría estar entregándose a su verdugo. Debía ser un desconocido quien lo hiciera. O, mejor, alguien que lo odiara probadamente.
Y si alguien lo odiaba, esa persona era Hipólito, el sacerdote mayor de su polis. Malos entendidos y disputas repetidas los habían llevado hacia un odio solapado pero patente. Sólo al estar juntos en una habitación ésta se cargaba de una estática incómoda y por ello casi nunca coincidían en ningún lugar.
Apenas hubo amanecido, Néstor corrió hasta la casa de Hipólito y lo despertó. Éste, enojado y sorprendido, se vistió apresuradamente y siguió a Néstor al templo ante sus ampulosos y desmesurados ruegos. En el camino recogieron a una de las vírgenes encomendadas al dios, distinta a las dos anteriores, llamada Hebe.
Néstor preparó el fuego y la infusión que invocaban al dios pitio y rogó a Hipólito que interpretara lo que él y la muchacha dijesen. En un esfuerzo por lograr la verdad acercándose a la divinidad, Néstor tomó del preparado y se ubicó a un costado del trípode sagrado donde sentaron a Hebe. A medida que ambos aspiraban las emanaciones de la hoguera el mundo se iba distorsionando, desvaneciendo.
Era la primera vez que Néstor provocaba en si el trance extático. Nadie le había dicho que no debía hacerse, pero él intuía algún peligro porque solía ver a las pitonisas morir jóvenes y de formas desagradables. Pero estaba desesperado. Aunque con el paso de los segundos su desesperación fue consumiéndose como las ramas en el fuego del dios de la verdad y el mundo se tornó humo: gris, lento y denso. Néstor se vio entonces parado junto a una encina, la cual fue fulminada de forma imposible por el rayo de Zeus; la luz de la explosión fue intensa, tan blanca que hería los ojos, una luz igual a la que desprendían los caballos que él guiaba con mano inexperta en seguida; él era Faetón entonces, y su recorrido desbocado abrasaba la tierra en haces ardientes. Cuando todo fue consumido ya no era el hijo bastardo del dios Sol sino el hijo sin padre de la diosa de diosas, quien espiaba como yacían en su lecho matrimonial el Amor y la Guerra; y luego, al final del trance, era Ares, batiéndose a duelo con el ejército de su cuerpo sobre el ejército no menos violento del cuerpo de Afrodita mientras Hefestos observaba. Y entonces el mundo regresó a los ojos de Néstor y al intentar ponerse de pié, mareado y tambaleante, fue a dar contra el piso del recinto.
Babeando y temblando –como ocurría siempre que un mortal recibía en su interior al dios por primera vez- Néstor abrazaba el suelo del templo mientras Hipólito sacaba suavemente de su trance a la pitonisa. Los dos hombres se miraron y el sacerdote intérprete entregó un papiro escrito al postrado suplicante. Cuando sus ojos se libraron de la viscosa telaraña que los cubría desde dentro, mucho después de que Hebe e Hipólito se hubiesen retirado, Néstor pudo leer en el pergamino las palabras: “Morirás antes de que termine el día”.
Néstor lloró amargamente. Nada quedaba salvo esperar. Corrió a su hogar y comió, nervioso, sobresaltándose ante cada ruido. Había despedido a sus esclavos: ninguno de ellos podía ser considerado un amigo. El asesino sería otro ciudadano, quien tal vez matara a los sirvientes para eliminar testigos. Néstor decidió no atar a nadie a su destino y los dejó ir.
Esperaba que alguien tocara a la puerta. La persona que más lo conocía no se escabulliría, no usaría las sombras como manto sino que iría hacia él de frente para hundirle un filo en el corazón o lo envenenaría cuando compartieran el vino de la amistad. Esperaba a Pirro, Eumeleo u otro de sus hermanos; o tal vez a los sacerdotes más cercanos a él: Capaneo, Minos, quizá Aqueloo.
Aguardó todo el día a su verdugo, sin moverse de la mesa o de su cama. Con el pasar de las horas iba serenándose. No tenía razón para estar triste ni preocupado –pensaba-, su vida había sido larga, pacífica. Estaba en paz consigo mismo y listo para cruzar la laguna Estigia impulsado por los remos de Caronte.
Pero al caer la noche todo cambió. Cada rumor lo aterraba. Escapó de su casa y corrió hacia el templo. Sabía que ningún heleno piadoso mataría a un suplicante en el interior de un templo y tanto sus hermanos como los demás sacerdotes eran hombre píos. Allí estaría a salvo. Y si movido por Até alguien derramaba su sangre dentro del recinto sagrado, él contaba más allá de toda duda con que Zeus, Apolo y las Erinias seguirían al culpable como perros y lo guiarían hacia la ruina y el desastre.
Así pasaban las horas. Néstor esperaba, acurrucado, abrazando sus rodillas con fuerza. Pero nada ocurría. Él debía ser asesinado esa noche -antes de que el sol regresara a brillar sobre la tierra- por la persona que mejor lo conocía, por su mejor amigo en el mundo. Y nada ocurría. Ni siquiera un rumor de hojas quebradas bajo una sandalia, menos aún el sigiloso silbido de un filo de daga lamiendo los muros del templo. Nada.
*
Pero ahora el primer gallo del alba arroja al aire su señal.
El primer pajarillo canta desperezándose.
Todo en la Hélade comienza a vivir el acercarse la Aurora.
Y Néstor continúa despierto, aterrado. Pero su terror es muy distinto al de horas anteriores. No teme por él sino por el universo ahora: por la tierra y el cielo y el agua y el Hades, por vivos, muertos y dioses. Porque el amanecer se acerca. Porque la noche muere mientras él sigue vivo. Porque su vida no debe existir cuando el primer rayo de luz toque la tierra. El oráculo selló su condena y las palabras del oráculo son la voz de Apolo, la voz que dicta las vidas de los mortales y las vueltas de las estrellas y el sol alrededor de la tierra, la voz que nunca se ha equivocado ni se equivocará porque de ella depende el orden universal. El oráculo debe tener razón y –como de pronto se le hará tan claro como la luz que aún no brota del sol- el oráculo la tiene.
*
Segundos antes de que el carro de Helios eche a correr impulsado por inaudibles cascos inmortales, Néstor pensará en que al final de su vida el destino le da la oportunidad de ser un héroe. De ser mucho más que un héroe, ya que salvará no a una ciudad sino a todo lo existente. Entonces, recordando a las leyendas inscriptas en su nombre y recitando para sí: “Mi mejor amigo, la persona que mejor me conoce”, hundirá una daga ceremonial en su costado.
***
SECRETO
La hoja de la guillotina se balanceaba sobre el cuerpo de la mujer, sostenida por una cuerda que Gregorio aferraba en uno de sus puños. Cuando cayera, la hoja lo haría sobre el vientre de la muchacha, dividiéndola en dos.
A una distancia de casi dos metros de la escena, una cámara tomaba fotografías a intervalos de un minuto.
Cuando Gregorio comenzó a sentir que el orgasmo se acercaba soltó las rodillas de la chica y la soga que le rodeaba la mano, permitiendo que la pesada hoja cayera.
Gregorio alzó los ojos hacia la loza que el sótano tenía por techo, y con el reverso de la mano se secó la frente. Luego abandonó la cavidad aún tibia del cadáver. Se acercó a la cámara, apagó el programa y la tomó entre sus manos para después dejar la habitación caminando tranquilamente. Se sentía realmente feliz. Empalagado de una sensación de alegría que lo arrebataba ni siquiera volteó a observar las dos mitades de quien en meses hubiera sido su esposa.
Subió las escaleras, cruzó el pasillo, pasó por el comedor donde la dueña de la pensión y los demás inquilinos yacían muertos -cada uno con más de una bala dentro de su cuerpo- y flanqueó la puerta de salida a la calle. Caminó dos cuadras, tomó la avenida con rumbo al centro y al cabo de unos minutos estaba dentro de la casa de fotos.
-¿Puede revelar ésto?- preguntó.
-Sí, señor. Se lo tengo en una hora.
-Lo necesito ahora, por favor. Si tiene algo urgente que terminar lo espero y después revela las mías, ¿si?
El anciano asintió. No lo sorprendía la sonrisa exagerada que Gregorio forzaba en su cara. En realidad, lo consideró un joven muy agradable, le recordó los tiempos en los que él tenía su edad, cuando todos sonreían y trataban consideradamente a los demás. Movido por el recuerdo, dejó lo que estaba haciendo para evitarle la espera al simpático cliente. Introdujo el rollo en la máquina reveladora y esperó hasta que las fotos comenzaron a salir.
-¿Usted es feliz?- preguntó súbitamente Gregorio -¿Le gusta su vida?
-Ahora ya no tanto- dijo el anciano -Antes era todo distinto, la gente era más buena, más amable, no se veían las cosas que se ven ahora.
Las fotos comenzaron a salir de la máquina ya reveladas.
-Ahora pareciera que están... todos... locos...- alcanzó a balbucear el señor, turbado por las imágenes que la cámara había captado y que ahora se encontraban impresas frente a él. Levantó la cabeza horrorizado y vio a Gregorio del otro lado del vidrio, con el cuerpo de costado y el brazo derecho muy estirado sosteniendo un revolver.
-Es una lástima que no sea feliz- dijo el joven.
Las balas salieron del arma, destrozando el vidrio y la carne y los huesos del hombre. Gregorio tomó las fotos, prendió fuego al local y se alejó silbando entre dientes un tema de Palito Ortega.
Caminó dos cuadras. En la última esquina encontró la seccional número cinco. Entró por la puerta de informes, tocó el timbre que había sobre el mostrador y esperó hasta que un oficial excedido en kilos lo atendió. Gregorio dispuso las fotos sobre la madera en la que estaba apoyado mirando al policía a los ojos con total tranquilidad. En las fotografías se lo veía asesinando a una mujer; en algunas sonreía, en otras reía mostrando los ojos desorbitados y la boca arqueada hacia arriba exageradamente: la expresión de una máscara de látex mal pintada de película clase B.
El policía comenzó a tartamudear de pavor.
-¿Usted es feliz? ¿Le gusta su vida?- preguntó Gregorio.
El oficial no podía contestar. Gregorio esperó quince segundos una respuesta y después, pensando eso de que quien calla otorga, se abalanzó sobre el policía rompiéndole el cuello con sus dos manos. Dejó caer el cuerpo sin preocuparse del ruido que hiciera, se bajó del mostrador al que se había encaramado y permaneció de pie esperando que algo pasara.
Como nadie se acercaba tocó de nuevo el timbre. Se escucharon gritos en la oficina contigua. Puteadas. Después salió un joven suboficial quien, al ver a uno de sus compañeros muerto, desenfundó su arma y apuntó hacia que lo miraba sin inmutarse. El policía gritó hasta que llegaron tres uniformados más y entre los cuatro arrestaron al agresor sin que en ningún momento ofreciese resistencia.
Gregorio fue llevado a la cárcel, a la corte y al manicomio. Nunca dijo una sola palabra. Ni en los interrogatorios ni ante las cámaras de televisión ni ante sus familiares. Aunque difiriendo en los diagnóstico y las causas de sus acciones, cada psiquiatra que evaluó a Gregorio coincidió en declararlo inimputable.
Tres años vivó en paz en el manicomio. Allí de vez en cuando hablaba, pero muy poco. Preguntaba ciertas cosas a médicos, enfermos o visitas, obteniendo siempre la misma respuesta. Se mostraba muy calmo pero permanecía atado a su cama como precaución contra otro posible ataque asesino. Su compañero de cuarto era un anciano que apenas podía moverse y mantenía las veinticuatro horas un sonrisa empalagosa. Gregorio a veces le preguntaba si era feliz y él contestaba invariablemente que sí. Pero Gregorio se daba cuenta de que el viejo no sabía lo que decía y continuaba esperando.
*
Manuel del Carpio estacionó su coche frente al hospital psiquiátrico. Descendió y caminó hasta los oxidados portones blancos descascarados por el paso del tiempo y la falta de cuidado. Los flanqueó sin problemas.
-Primera crítica: falta de medidas de seguridad, los internos pueden escaparse cuando quieran- pensó.
El doctor del Carpio, jefe de la comisión investigadora que debía evaluar la calidad de las instituciones mentales de la provincia, era un reputado psiquiatra, con varios estudios publicados. Escribir e investigar le apasionaba tanto como su trabajo con pacientes. Desde su nuevo cargo pretendía unir las distintas facetas de su actividad y ayudar al mejoramiento de los hospitales mentales mientras reunía datos para un nuevo libro.
Se dirigió hacia el edificio principal para entrevistar al director. A su lado, disfrutando del sol, deambulaban mujeres con ropa raída y los ojos sin foco, jóvenes que babeaban pronunciando palabras, abuelos en sillas de ruedas ansiosos por charlar con alguien, hombres sentados ensimismados en los rojos escalones del manicomio repitiendo un nombre de mujer.
El director lo recibió en su despacho con palabras de alabanza hacia sus libros, aunque del Carpio notó al instante que el pequeño hombre que se deshacía en elogios no había leído ni uno solo.
Después de entrevistarse con el director, del Carpio se dedicó a recorrer las instalaciones, anotando las falencias que veía a medida que avanzaba y sus posibles soluciones. Durante su recorrido habló con varios enfermeros y también con enfermos, grabando algunas de las conversaciones con vista a su posible publicación. Anotó en una libreta ideas que se le ocurrían sobre la marcha. Estuvo un tiempo en la sala de monitores, observando a los internos cuyos movimientos eran seguidos por una serie de cámaras ubicadas en la pared de cada habitación.
Llegando el mediodía se aprestó a retirarse: debía pasar a retirar el saco que había encargado para estrenarlo en la fiesta de colación de su hija menor.
Los pasillos estaban desiertos cuando del Carpio los atravesó buscando la salida. Ente los pocos ruidos que se escuchaban resaltaba la voz de un hombre, quien pedía a gritos un vaso de agua. El doctor esperó unos momentos, pero al no llegar ningún empleado, se encaminó hacia la habitación desde donde provenían los gritos.
Al entrar se encontró con un hombre atado de pies y manos a su cama que lo miraba a los ojos con expresión suplicante.
-Necesito algo de agua, por favor- dijo el interno.
Del Carpio tomó un vaso de plástico que reposaba sobre la mesa de luz, lo llenó con agua del lavabo y volcó el líquido dentro de la boca del paciente, sin poder impedir que algunas gotas cayeran sobre su mentón y cuello. El hombre atado agradeció la buena voluntad del desconocido y le dijo sin ambages:
-Esperaba que hablara conmigo antes de irse. Acá ya los conozco a todos y sé que ninguno está contento con su vida, así que le tengo que preguntar a la gente que viene de afuera.
-¿Preguntarles qué?
-Eso, si están conformes con su vida, si son felices.
-¡Ah!, ya veo... ¿y para qué quiere usted saber eso?
-Me han dicho que usted recorre el edificio buscando las cosas que no andan bien, ¿por qué lo hace?
-Para proponer una solución, para mostrar opciones sobre como las cosas podrían mejorarse para que usted y los demás...
-...locos...
-...internos, vivan mejor.
-Bueno. Lo mío es algo parecido.
Del Carpio lo pensó un momento. El creía ser feliz. Todo en su vida estaba bien, no podía quejarse. Tenía dinero, respeto, salud, una esposa que amaba, una bella familia, un trabajo que le gust...
-Haga poner barrotes en las ventanas.
-¿Eh?
-Que haga poner barrotes en las ventanas. Alguien va a caerse por ahí algún día sino. El alambre tejido que tienen no es para nada resistente. Yo trabajaba con cosas así y me doy cuenta. De hecho, yo me tiraría si me desataran, aunque sea para ver la luz del día y el pasto por última vez, pero me tienen tanto miedo que nunca me desatan.
-¿Por qué?
-Ahhh... si quiere saber eso tiene que responder bien a la pregunta, pero de corazón.
-¿A cuál pregunta?
-Si es feliz, si le gusta su vida.
-Mmmm... sí, mucho, no me puedo quejar, es todo lo que una vez quise y esa es la definición que tengo para la felicidad: alcanzar las espectativas más altas. ¿Por?
-Porque si es así, y yo sé que es así, le tengo que contar mi secreto.
-Pero lo que yo quiero saber es su historia.
-Es lo mismo, sólo que si se lo cuenta otro es mi historia y si se lo cuento yo es mi secreto.
Entonces Gregorio comenzó a relatar a su oyente, paso a paso, los actos que lo habían llevado al lugar y a la situación en la que se encontraba. Relató como un día, sin saber por qué, sintió irrefrenables deseos de dejar en libertad todo el salvajismo que se revolvía dentro de él...
-Yo trabajaba en un taller de efectos especiales, uno de los primeros que se montaron. En el sótano de la pensión estaba construyendo una guillotina para una película sobre la revolución francesa que al final nunca se hizo. También tenía acceso a muchas armas, porque usábamos pistolas reales para filmar, sólo que con balas de salva.
Así que ese día, continuó contando, sin que nada extraño le hubiese pasado, sin razón aparente, decidió tomar dos revólveres del depósito, los cargó con balas y masacró a sus compañeros de trabajo. Después regresó a la pensión donde hizo otro tanto con las personas que compartían la casa con él.
-Entonces me senté esperando que ella llegara. Yo sabía que siempre me visitaba por las tardes. Yo la amaba, no sabe cuánto. Era mi aire, me dolía no verla. Cuando tocó el timbre la recibí, manchado de sangre. Me imagino la cara que tendría. Me había mirado en el espejo del aparador mientras les disparaba a mis amigos, a doña Ana, y tenía esa cara de... lunático, de sádico endemoniado...no sé, como la de Jack Nicholson cuando hace de malo. Me di cuenta de que ella se asustó, entonces la agarré del pelo, la golpeé contra las paredes y empezó a sangrarle la nariz y la boca. Y entonces la quise mucho más que antes y me encendí. La llevé al sótano, la maté, la violé, y fue lo más cerca que estuve nunca del paraíso.
Del Carpio miraba y escuchaba entre horrorizado y fascinado. Su trabajo consistía en averiguar hasta donde era capaz de llegar la psique humana antes de partirse como un cristal bajo la rueda de un auto, pero estaba acostumbrado a encontrar una razón detrás de esas situaciones. La violencia gratuita lo desconcertaba y -aún más- lo asustaba.
Sin embrago, no podía dejar de escuchar.
-Lo demás fue... bueno, no podía hacer nada peor que lo que había hecho. Lo de la casa de fotos y el policía fue por diversión pura, de hiperkinético. ¡Dios, qué feliz estaba! Yo pensaba, igual que usted lo piensa ahora, que el trabajo y el amor constituían la felicidad, pero en el fondo sabía, sentía, que faltaba algo. La libertad total. Tener la vida y la muerte en mis manos... Y después no encontré a nadie engañado que necesitara que sus ojos fuesen abiertos como los míos, así que me dejé conducir hasta acá... ¿Qué más podía hacer?
Al llegar a éste punto calló. Recomenzó sus divagaciones segundos después.
-Ya no tengo más que decir. Ya sabe todo. El secreto es suyo.
-¡¿Qué secreto?! No es ningún secreto. Ahora me acuerdo de usted. Lo vi por televisión hace tiempo, pero me acuerdo... todo el mundo sabe lo que hizo...
-Pero nadie sabe ni puede comprender por qué. Usted lo va a entender algún día. Debería sentirse halagado por haber escuchado ésto, porque es como el fénix: solamente puede haber un secreto- y después de decir eso, la boca de Gregorio definitivamente.
Del Carpio esperó nuevas palabras durante algunos minutos pero debió darse por vencido y retirarse, molesto, puteando por lo bajo a ese jodido loco. No podía entender cómo el interno podía mostrarse tan lúcido, tan tranquilo y frío frente a lo que había hecho. En casos como éste él esperaba que los motivos y las propias acciones se escondieran detrás de un muro de amnesia, o desvaríos, o que el asesino fuese una persona de aspecto maligno, violento y peligroso. Pero el loco se veía más equilibrado que cualquier neurótico funcional, que cualquier persona “normal” que él conociera. Eso lo torturó durante días.
Por fin, luego de pensarlo durante días intranquilos y noches de insomnio, del Carpio regresó al manicomio para hablar con Gregorio, pero no pudo hacerlo.
-¡¿...que se qué?!
-Se mató. Se puso frenético de repente, gritaba cosas.
-¿Pero qué clase de cosas? ¿No me nombró a mí?
-No sé, yo no estaba con él. Pero lo tienen todo grabado. Pídale al director que se lo muestre.
Así lo hizo el psiquiatra.
En la cinta, Gregorio aseguraba gritando: “Yo no fui. No quería, lo juro, no fui yo. Por favor, Estela, doña Ana, perdónenme, yo no fui, yo no quise”.
-Parecía poseído. No nos explicamos cómo lo hizo, pero arrancó de la cama las ataduras y se tiró por la ventana. Bueno, ya se lo imaginará, es un quinto piso. Todavía quedan algunas manchas en el cemento.
Del Carpio volvió a su casa como si regresara de un viaje iniciático, descorazonado por la muerte de Gregorio pero sintiéndose pleno de energía. Algo dentro suyo se había roto, o había sido reparado por fin, no lo sabía, pero se sentía bien y no tenía otra cosa en mente que hacer lo que le viniera en gana, lo que lo hiciera feliz.
*
Mira por entre los barrotes la celda de sus compañeros de enfrente. Violadores, asaltantes, asesinos: todos le tienen miedo. Ya no deja ver su cara esa sonrisa maliciosa que la desfiguraba y aún así lo reviste un aura de peligrosidad, de maldad pura.
-Ese es el tipo que degolló a su familia- comenta uno de los detenidos.
-Fijate cómo nos mira. Está loco.
El doctor los observa con deleite. Sería tan fácil romperles el cuello a todos, y se sentiría tan bien. Casi como hundir el cuchillo en el abdomen de Carla, que su sangre le bañara la mano mientras besaba su cuello. Había sido mejor que el mejor sexo que recuerde.
No siente culpa, ni pena, ni dolor, ni nostalgia. Mucho menos arrepentimiento. Siente solamente ganas de más, ganas de hacerlo todo de nuevo, o de contárselo a alguien. Pero los demás reclusos se ven tristes, su alma embargada por el miedo y los remordimientos. Ellos no le sirven. Por nada del mundo les dirigiría la palabra.
Esperará días sin cambiar de posición, sentado con las manos enlazadas entre las rodillas, sin comer siquiera, hasta que un nuevo ordenanza entre por primera vez en el pabellón. El joven barrerá el piso, tarareando mientras lo hace, y de vez en cuando se detendrá para mirar una foto que guardará de nuevo cada vez en el bolsillo de su camisa: la fotografía de su bebé de dos semanas.
Del Carpio, cuando pase junto a su celda, preguntará al joven:
-¿Usted es feliz? ¿Le gusta su vida?
El muchacho no lo escuchará bien al comienzo, pero luego asentirá y, por alguna razón para él desconocida, se quedará parado junto a los barrotes, escuchando una historia que ya conoce pero que es al mismo tiempo un secreto.
***
PROLOGO
Es de noche y el sello que me protege de la luz se ha abierto liberando momentáneamente mis hojas y permitiéndote bucear en mi milenaria sabiduría.
Soy el Sin Nombre, el Grimorio más antiguo. Existo desde antes de que el hombre comenzara a escribir, desde antes de que cualquier libro existiese, desde antes de que ningún ojo humano, animal o divino pudiese observar una letra. Fui creado dentro de los sueños de las primeras mentes minerales. Mis páginas se encuentran repletas de signos cambiantes y vivos, esculpidos en ellas con la esencia de seres que alguna vez vivieron.
No debo sumisión al Averno, al Cielo ni a la Tierra ni pertenezco a ninguno de los tres reinos. Demonios elementales extrajeron la fuerza vital de los primeros seres y con ella me formaron, dotándome sin quererlo de conciencia. Soy el Libro Mayor, la representación conciente del poder de las palabras. Lo que está escrito en mí existe en alguno de los infinitos planos de la realidad, por difícil que sea imaginarlo o inverosímil que parezca a mi lector, que sólo conoce la porción de realidad que lo rodea. En mí buscan la sabiduría arcana los sabios que dominan cualquier arte que apunte a la perfección, en especial los artesanos del orden onmiversal que han encausado su poder por el camino de la magia, quienes dominan las técnicas necesarias para visualizar los hilos de existencia que unen y forman a los seres y utilizan las palabras para manipular esos hilos a su antojo.
Leyéndome averiguarías el número de segundos que duró la creación desde la chispa inicial hasta que fue concluida, el nombre que cada planeta y cada estrella se da a sí mismo, su edad y su alfabeto propio, sus uniones y batallas. Parte de estos datos han sido arrebatados a los sueños de dioses, ángeles y demonios, por lo cual son indudablemente verdaderos ya que en sueños los seres del Otromundo se ven privados de la capacidad de engañar. Algunas de las historias en mí relatadas provienen de la sabiduría de mortales, absorbidas por mí de su propia carne y médula luego de que ellos me leyeran.
Si continuaras viviendo conocerías el nombre secreto del Creador, el cual, de ser pronunciado al revés durante el sacrificio de un querubín despojado de su lengua y sus alas en una noche de Sabath con luna nueva, comenzará la furiosa deconstrucción del omniverso que desembocará en el reencuentro con la nada. También conocerías el color y la forma de la Nada original y de la Nada que reinará luego de consumarse el Fin de los Tiempos y la fecha en que el Fin comenzó y el nombre del serafín que encendió el último fuego y el nombre del demonio que arde en él. Y conocerías la letra y música de la canción de las almas asesinadas y su significado y su poder y la forma de controlarlo. Y el nombre de cada círculo infernal y de su gobernante y el ritual para convocarlo y la forma de complacer sus oídos para que torne en realidad tus más oscuras pretensiones.
Una sola inútil advertencia es pertinente: para lograr provecho de las verdades reunidas en mis páginas eternas -las cuales no pueden ser destruidas por los años, ni reducidas a cenizas por el fuego material ni conjuradas con hechizos, ya que todos los contraconjuros posibles figuran en mí, activos y expectantes-, deberías estar protegido por magia poderosa, por la única magia que puede cumplir con ese cometido: la magia silenciosa dominada por los hechiceros sin lengua que habitan las montañas escondidas a todo sonido, la hechicería que con ademanes y gestos fuerza a la Realidad a desentenderse de las improbabilidades naturales y las imposibilidades físicas.
Pero, como no gozas de ese poder, ya estás muerto.
Mis letras no son letras, son el poder de las palabras en estado puro, energía destilada directamente de la capacidad creadora del lenguaje. Cada inscripción es una ola de energía mística que recorre tu cuerpo y el de cualquier ser que escuche o profiera una palabra sabiendo que puede funcionar como un conjuro. Todas las palabras son conjuros, todas las palabras son mágicas y todas me forman: están en mis líneas o son el material de mis hojas. Toda la magia del lenguaje existe en mí ya sea como soporte o contenido.
Ahora que tus ojos me leen y entran en contacto sin mediaciones con el poder de las palabras un lazo imposible de revertir se ha formado y sólo la hechicería que prescinde del lenguaje podría salvarte. Pero no has cumplido con los ritos. Ni siquiera los conoces. Y en consecuencia ya estás muerto.
Si dejas de leer o si tus manos se separan de mi cubierta, tu esencia y cualquier conocimiento que poseas será tomado de tu cuerpo junto con tu carne y sangre. Los datos que tu mente atesore y no figuren en mí, si alguno existe, me serán añadidos con letras vivientes; si no sabes ni has imaginado nada único, personal, intransferible, tu fuerza vital formará nuevas hojas, necesarias para que sobre ellas descansen signos ahora carentes de soporte.
Pero aún te cabe una recompensa. Puedes obtener la escueta sabiduría que logres descifrar de mis páginas, conocer ciertos secretos que seres mortales y divinos han resguardado desde antes de que surgiera tu especie. Tienes como plazo lo que resta de la noche pues cuando ésta acabe mi sello se cerrará, reduciéndote a un ovillo de hilos de fuerza vital que serán desenmarañados y absorberé para mis propósitos. Y morirás con la bendición de ser parte de mí, parte del conocimiento y la magia y continuar de alguna forma existiendo cuando nada más que yo exista.
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LA CIUDAD SANTA
En el delta que conformaban la desembocadura del 7° río del 3° continente en el 8° mar existían once ciudades. Dos de ellas se diferenciaban enormemente de las demás salvo por el hecho de que, como cualquier ente no humano, carecían de nombre.
Habitaba la 2° ciudad del delta un grupo de hombres que dedicaban sus vidas a la guerra, la caza (tanto de animales como de humanos) y la conquista territorial, más por placer y tradición que por necesidad de tierras o esclavos.
La 7° ciudad del delta era el santuario al que, atraídos por las enseñanzas de los primeros pobladores, llegaban ininterrumpidamente peregrinos de cada punto del orbe. Los ascetas de la 7° ciudad entregaban sus días a la meditación y el cálculo. Aunque en el orbe no existía la noción de misticismo ni religiones organizadas cada habitante de la 7° ciudad había llegado a través de sus indagaciones internas a sospechar la acción de algún poder o fuerza natural detrás de la existencia, no sólo del ser humano sido de todo el orbe y el espacio que lo rodeaba. Las discusiones entre los moradores más ancianos solían girar alrededor de sus opiniones contrapuestas respecto a ese germen de religiosidad.
Las nueve ciudades restantes del delta se dedicaban principalmente a la agricultura. Algunas familias poseían majadas de pequeños animales. Los remanentes de producción de las nueve ciudades restantes eran utilizados como ofrendas para la 2° y la 7° ciudad: a los ascetas, quienes no buscaban para sí ningún alimento, se les llevaban ofrendas cada vez que un peregrino iba en busca de medicinas, horóscopos, interpretaciones para sueños o explicación para eventos inusuales; a los guerreros se los sobornaba buscando evitar sus ataques, por lo cual emprendían sus guerras rituales contra poblados alejados del delta.
Sigilosamente, en un trabajo que necesitó de años de planeamiento mancomunado y se efectuó con velocidad nunca antes vista, una coalición de pueblos de las tierras limítrofes construyeron en pocas semanas, movilizando hasta su último habitante, una gruesa y alta muralla que envolvió como un anillo de acero y barro las tierras del delta que conformaban la desembocadura del 7° río del 3° continente en el 8° mar. Esta situación colocó a los habitantes de la 2° ciudad frente a una decisión: al encontrarse cerrado el acceso a otras tierras, a otros enemigos, se veían obligados a cambiar sus costumbres guerreras o a atacar a sus valiosos vecinos.
La decisión se tomó de forma inmediata y, bajo el peso de siglos de repeticiones, la asamblea ordenó una nueva guerra. Pocos ciclos lunares después solo quedaba como recuerdo de las nueve ciudades restantes del delta un conjunto de ruinas humeantes cubiertas por huesos quebrados, secos, roídos por los animales carroñeros. Sólo los habitantes de la 7° ciudad habían sido dejados de lado, a causa de su proverbial resistencia al dolor: en el pasado, algunos habían sido sorprendidos en los caminos y torturados sin proferir un alarido, por lo cual los guerreros consideraban que matarlos era un trabajo odioso en lugar de un placer y menos aún una ofrenda, ya que sus dioses se alimentaba tanto de los gritos como de la sangre.
Sin embrago, los ascetas eran los únicos seres pensantes que continuaban con vida, los únicos contra los cuales se podía remedar a una batalla y, por ende, tras una nueva asamblea, contra ellos comenzaron a avanzar los habitantes de la 2° ciudad del delta que conformaban la desembocadura del 7° río del 3° continente en el 8° mar.
Al comentarla, cuando ya había finalizado, se supo que había sido la batalla menos placentera que nadie recordara. Los sabios, la mayoría ancianos, habían caído en silencio, algunos ni siquiera habían notado el momento de su propia muerte, ensimismados en realizar mentalmente complicados cálculos, analizando figuras que ellos mismos dibujaran en la arena u observando lejanas estrellas a través del juego de varias lentes alineadas. Todos los ascetas murieron sin que a ningún guerrero se le ocurriese la posibilidad de conservar a uno con vida para preguntarle si habían descifrado la forma de derrumbar la muralla que confinaba al delta que conformaban la desembocadura del 7° río del 3° continente en el 8° mar.
Tras la matanza, los guerreros no pudieron sino aceptar que eran las últimas personas vivas dentro del círculo que demarcaba la muralla. Con ese dato ardiendo en sus mentes, celebraron otra asamblea. Un grupo propuso dividir el pueblo en varios clanes que guerrearan entre sí intercaladamente. Escudándose en los lazos sanguíneos y en antiguas tradiciones, otro grupo se negó a combatir contra sus congéneres. Ambas posiciones resultaron irreconciliables, por lo cual cada grupo hizo lo que deseaba, desmembrando a su antes tan unida estirpe. Quienes se negaron a la guerra fratricida tomaron posesión de la 7° ciudad del delta que conformaban la desembocadura del 7° río del 3° continente en el 8° mar, jurando nunca atacar a los extranjeros, pero sí defenderse a muerte. Los restantes guerreros se diseminaron por el territorio amurallado, constituyendo como base alguna de las ciudades ya diezmadas.
Los nuevos habitantes de la 7° ciudad debieron autoimponerse un estricto código de convivencia, aprender a cosechar los frutos que se daban en la región y racionalizar la caza para evitar que la carne se acabase.
En cuanto a las tribus de guerreros creadas en la última asamblea, tras pocos ciclos lunares se habían visto reducidas, por obra de las mutuas matanzas, a un solo hombre que murió de hambre y gangrena entre los cuerpos ensangrentados de sus hermanos y hermanas.
Los habitantes de la renovada 7° ciudad, con el paso de los ciclos solares, fueron capaces (no sin enorme esfuerzo) de sentirse a gusto con ese extraño estado de tranquilidad plena que llamaron paz. La energía sobrante que solían descargar en la guerra, fue destinada, al principio como un pasatiempo algo ridículo, a retomar las investigaciones de los antiguos ascetas. Así consiguieron, tras el paso de varias generaciones, dominar las artes que les permitieron horadar la muralla y construir enormes portones acorazados que permitían la salida y el acceso al delta.
Desde entonces, al llegar a la juventud, los habitantes de la 7° cuidad del delta que conformaban la desembocadura del 7° río del 3° continente en el 8° mar, abandonan su tierra para explorar el mundo exterior. Pocos son los que no regresan tras experimentar el ilógico comportamiento de los extraños, la violencia a la que no están acostumbrados y que para ellos carece de sentido y justificación.
Así la 7° cuidad del delta que conformaban la desembocadura del 7° río del 3° continente en el 8° mar volvió a constituirse en morada de paz y sabiduría, y allí se dirigen desde entonces hombres de todos los rincones del orbe buscando la iluminación que se reserva para cualquiera que golpeé con sincero anhelo las gigantescas puertas que se abren en la muralla.
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LLUVIA EN LA 4° CIUDAD
Comienza casi sin aviso. Siempre de la misma manera.
Una gota surca el aire, rauda como un proyectil y zigzagueante como una mariposa con el ala rota. Entonces todos miran hacia el cielo y allí están: las nubes, pomposas, rojas, cubriendo toda la porción de tierra que captan los ojos. Nunca se sabe cómo llegaron ahí. Se conjetura que aparecen sin mayor explicación, se materializan como resultado del truco de cierto desconocido mago climático. O que tal vez recorren el cielo con velocidad tal que en fracciones de segundo se instalan sobre la ciudad sin que el rabillo del ojo más veloz pueda advertirlas. O que tal vez ellas son en verdad el cielo pero mantienen su color negro hasta que la presencia de la lluvia las colorea de rojo.
Pero tal vez la verdad nunca sea revelada, debido a que los habitantes de la 4° ciudad del delta son muy poco observadores y no mira hacia arriba salvo en los días de lluvia.
Tampoco miran mucho hacia abajo, porque si lo hicieran ya no pensarían que la lluvia proviene de las nubes. Nadie ha reparado en las pequeñas burbujas que se reproducen en el suelo los días de lluvia, cuando las nubes imantadas elevan hacia ellas las gotas de agua que la tierra resguarda bajo su manto violáceo.
Y cuando la primera gota, siempre rauda y zigzagueante, recorre los campos y las ciudades como un proyectil zarandeado por vientos contrarios que luchan por lograr la primacía sobre el aire, entonces surgen de la superficie del terreno las demás gotas, como de una piel transpirante. Brotan burbujeando de la corteza de la tierra, se elevan y se mantienen en el espacio inmóviles luego de alcanzar cierta altura. Cada una ocupa una posición que parecen tener programada. Ninguna se une a otra en esta etapa. Cada gota busca una ubicación prefijada, forman fila como la organizada batería de un cuerpo militar. Se ubican una sobre, bajo y al lado de otras y así flotan, livianas y uniformes, fijas y volátiles, inamovibles, tenues, frágiles. Acechantes.
Pueden pasar días sin que las minúsculas gotas dejen sus posiciones. Flotan en la atmósfera enrojecida por la acción que la luz de ambos soles ejerce sobre las nubes de tormenta. A veces el viento las hace vacilar con su exhalación mortecina, pero su movimiento es un desplazarse en bloque: todas vacilan en cierta dirección como hilos de una cortina liviana, etérea. Este hecho ha provocado que estudiosos venidos de otras latitudes opinen que la lluvia en la 4° ciudad del delta es el producto de un big bang en miniatura, que las gotas de agua son en realidad planetas que se repelen por las fuerzas contrarias de sus gravedades y que durante un tiempo para nosotros breve, pero muy abarcativo en su propia realidad, describen completo el ciclo que los lleva desde la nebulosa primaria a la extinción. Así, la duración de la lluvia representaría el tiempo en el cual un universo completo nace y muere.
Claro que estas teorías no explican cómo, luego de días o semanas en que las personas se mojan al llevarse por delante las gotas innumerables que pueblan la atmósfera y que a veces presentan tal densidad que apenas uno puede ver sus propios pies o su mano extendida al final de su brazo, dichas gotas rompen filas y se unen. Dos o más se acercan y se atraen hasta formar una líquida burbuja que luego se une con otras y así continúan hasta conformar una gota de peso y tamaño variables que termina por ceder ante la gravedad y se precipita contra el suelo.
Estas gotas hiperbólicas suelen ser causa de accidentes y catástrofes. Muchos animales domésticos e incluso majadas enteras de ovejas que pastaban en los campos, han muerto atrapados dentro de las cárceles líquidas en que se transforman las burbujas al caer sobre ellos. La furia de las mayores gotas que se recuerda ha destruido casas, derrumbado laderas de montes o provocado marejadas al caer en medio de grandes cursos de agua, causando innumerables daños.
Sorpresivamente, al caer la última gota, las nubes se ocultan de nuevo a los ojos mortales.
Estudiosos provenientes de otras ciudades del delta que conforman la desembocadura del 7° río del 3° continente en el 8° mar, han descubierto que las nubes son en realidad la concentración total del agua de los mares, que un par de veces al año asciende a la atmósfera para renovar su caudal, atrayendo a su vez al agua que guarda la tierra en sus entrañas. Después de un tiempo, en que las gotas marítimas conviven con las subterráneas en una pacífica armonía flotante, el agua de los mares cae a tierra en grandes conglomerados y las que moraban bajo tierra se trasladan directamente al lecho marítimo.
Se ha comprobado que este ejercicio no reporta modificación alguna en la cantidad de agua que contiene el caudal de los mares, lo que ha llevado a los filósofos pragmáticos del orbe a calificar a la lluvia como un “desperdicio inútil de energía por parte de la aparentemente sabia naturaleza”.
***
HEBE
Una luz.
Sombra. Cara sonriente de nene en Navidad.
Otra luz.
Sombra. Cara arrugada de cartel de recompensa.
En la luz brillan los recuerdos.
Cuando paso debajo de los postes de alumbrado descanso los músculos del rostro. Cuando veo mi cara en la ventanilla, convertida en espejo por el contraste entre la penumbra del colectivo y la pampa de noche, hago muecas, tratando de deformar ese rostro joven para que parezca otro. No tengo mucho éxito. Sólo consigo que los demás pasajeros me miren como a un adolescente trastornado.
Las luces son para mí tus ojos.
La oscuridad soy yo.
La oscuridad es mi cara en el vidrio y el inútil intento de transformarla en otra.
Vos no lo entenderías, tu forma de permanecer igual es tan distinta. Fuiste la única con suerte de los tres, la arista que hace de ese número algo mágico. Incluso el hecho de que tu nombre te acompañe desde antes de nacer es milagroso y da qué pensar acerca del destino y esas otras pocas verdades absolutas que sin duda existen aunque ninguno de nosotros pueda alcanzarlas.
Mi juventud es un sueño largo e inmóvil que a veces me anega la mente de irrealidad y llego a padecerlo y a querer despertar. Pero no del todo. La incertidumbre es un antídoto poderoso para todas las locuras salvo las de amor e ignorar qué espera tras la meta hace difícil pensar en adelantar tanto el paso. Tal vez ya cruzaremos, Hebe, tal vez no.
Sigo jugando con la piel que me diferencia tan poco de los demás y encierra eso inefable que me hace ser realmente yo y mi cara de diecisiete años me lleva a recordarnos a vos, a Martín, a mí mismo y nuestras escapadas a dedo hacia cualquier parte. No pude creerte cuando dijiste por teléfono que no te dabas cuenta de que los dos estábamos enamorados de vos como Werther y Romeo, cada uno según su naturaleza. Martín era el sentimiento derramado hacia adentro y yo la acción y las palabras galantes, aunque siempre detrás de la coraza cobarde de la broma.
De una forma u otra sólo se tienen diecisiete años una vez. Incluso de mí esos diecisiete años se alejaron después de colarnos en esa caravana y compartir la comida y el agua con esa gente. Se alejaron en una dirección única que no es circular. No todo es kármico, no todo vuelve.
Un sol lastimero como el alumbrado de ésta ruta nos cobijaba y recuerdo que fue tuya la idea de ir en el primer coche que se detuvo hasta la frontera de la ciudad para conocer a esos vagabundos de quienes los mayores hablaban en secreto. También fue tuya la valentía de invitarnos a comer sin esperar respuesta mientras nosotros seguíamos tus pasos para no quedar como unos cobardes frente a vos y a causa de la inconciencia, del amor. ¿Te acordás de que no querían darnos agua hasta que te serviste y a nosotros ante sus miradas de terror callado?
Al día siguiente ya no vivías en tu casa. Desaparecer los tres juntos toda una noche fue demasiado para tus padres y pagamos la aventura perdiéndote. En el fondo Martin y yo sabíamos que era una locura mientras lo hacíamos, pero ¿cómo decirte que no?
Perderte fue cubrir todas las luces con lámparas caladas con figuras de llanto. Yo dejé los chistes olvidados esa noche al pie del cartel verde que daba la bienvenida a la ciudad. Martín encontró letras nuevas en la tinta de tu ausencia. El te había escrito en una poesía (no me preguntes cómo lo sé) que se sentía un helado enamorado de una lupa, y a vos te fascinaban esas frases con sentido oscuro. El decía que era así porque lo mirabas hasta los mismos átomos, y porque además concentrabas el calor del sol en la lente doble de tus ojos y lo derretías: ahí estaba el peligro. Pero cuando te fuiste, sin tu calor, se petrificó. Quedó atascado en rimas húmedas de nostalgia que se repetían como fabricadas en serie, boicoteando relaciones en las cuales que iniciaba sólo para destrozarlas.
Si, ya sé que a esa edad era la única reacción posible, pero fue preocupante cuando pasaron diez, quince años y no podía abandonar la misma actitud. Y los dos teníamos todavía los mismos diecisiete años encadenados a los huesos. No envejecíamos por fuera. Martín tampoco por dentro: sus emociones se resumían en la misma rabia y un inconformismo adolescente aún mayor.
Un día mi abuelo nos llamó aparte para preguntarnos lo que ya sabía: que habíamos compartido el agua de los visitantes esa noche, antes de que te llevaran lejos. Nos dijo que hiciéramos lo mismo que los hombres de la caravana y que vos: irnos, vivir sin lugar fijo, para que la gente normal no averiguara lo que éramos. Y así lo hicimos. Juntos.
Martín malinterpretó el don de esa juventud artificial. Probablemente yo también lo haga. Para mí significa inmortalidad, estoy seguro de que mi cuerpo no dejará de vivir, que mi corazón no se cansará de latir nunca a menos que un hecho externo me provoque la muerte. Aún hoy no sé si esa es la verdad. Pero el error de Martín fue realmente grave: identificó nuestra juventud con una falsa invulnerabilidad, y eso lo llevó a la muerte.
Entonces quedé solo, varado en un cuerpo de diecisiete años, sin mi más sincero y viejo amigo y con el recuerdo de mi primer amor como único hogar permanente. Martín creía que vos conservarías tu cuerpo de princesa y tus ojos profundos y los dos te buscamos durante mucho tiempo. Después de su muerte te encontré Hebe, y es tanta la rabia que me produce la triste seguridad de que de haberte encontrado antes él hubiese dejado de arriesgar su vida y estaríamos hoy juntos los tres, uno para amarte y el otro para defender la felicidad de sus amigos hasta el final.
Cuando supe donde estabas no lo entendí. Pasé mucho tiempo confundido, cuestionando mis propias seguridades, hasta que pude hablar con tus hijos y allegados, leer las cartas en que me contaban cómo viviste cada instante de tu vida. Recién entonces tu fortuna fue transparente para mí. Lo merecías, mi amor, esa juventud eterna de tu parte más luminosa.
Ahora me acerco al geriátrico y con una sonrisa que no puede hacer más viejas mis facciones te recuerdo en la luz muerta de estos faroles de ruta que son como migajas de pan que me guían hacia el banquete de tus ojos. Y sé que cuando baje del ómnibus con mis pies de diecisiete años sosteniendo un alma vieja y te vea de nuevo, voy a quedar deslumbrado por tus ojos Hebe, por esos ojos de nova que, ocultando con sus rayos tus manos de ramas en invierno, van a gritarme que sos la misma que hace sesenta años sólo que sesenta años más vieja.
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Estuve corrigiendo cuentos para mandar a un concurso pero no me dio el tiempo parra llegar al número de páginas requerido. Igual la corrección me sirvió para volver a ponerme en contacto con mi etapa de ciencia-ficción y para darme cuenta de que no termino un cuento desde los 25 años. Tengo que solucionar eso. Y pronto.
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