Yo lo compro sin pensarlo dos veces.
Así es como conocí al enorme J. Rodolfo Wilcock, amigo de Borges y Bioy, según la solapa, y con una trayectoria nada despreciable en poesía y prosa, en español e italiano.
El libro del que hablo se llama El libro de los monstruos y está a 6,50 $ (si no lo han aumentado) en el Jumbo de Neuquen. Supongo que en otros lugares se conseguirá también. Cuando un escritor cae en la mesa de saldos, suele hacerlo en todos lados. Creo incluso que para un escritor la mesa de saldos debe ser una de las formas del infierno.
El libro es muy fácil de leer, aunque recomiendo hacerlo de a poco, para no cansarse del método que utiliza, que es la descripción física, mental y laboral de sus monstruos. En efecto, de cada personaje nos cuenta su apariencia, sus ideas, sus manías y su trabajo. Esto le permite apuntar a distintas direcciones con cada relato: algunos son disparates puros, otros tienen la extraña belleza de describirnos seres inexistentes que nos gustaría que existieran, otros son comentarios políticos encarnados en asquerosos cuerpos, otros describen defectos cotidianos llevados al absurdo y las consecuencias corporales que transforman a sus experimentadores.
Como el libro me pareció muy bueno, compré todo lo de Wilcock que fui encontrando, y en las vacaciones me llevé para leer El templo etrusco. De nuevo la primera impresión fue decisiva. Un libro que comienza: “Como la plaza era redonda, el Concejo Municipal había decidido construirle en el medio un pequeño templo etrusco” no puede ser malo.
A partir de ese inicio tan simple, absurdo y prometedor, la trama nos lleva por decenas de catástrofes que ocurren en una cuidad donde todas las personas responsables se han ido de vacaciones, dejando a un hombre inexperto, idealista y decidido con la misión de construir un templo y al mando de tres negros en estado de salvajismo preadánico, que sólo siguen sus instintos para olvidar al segundo, entre risas, las barbaridades que cometen.
En el libro, las escenas están repletas de tierra y agua, de excavaciones e inundaciones. Así también quedó el libro, después de que Lucía le reventara encima un globo de agua y lo tirase repetidamente al suelo. Pensé en prenderle fuego alguna esquina para que tuviera el honor de haber sido vapuleado por los tres elementos (el aire mucho no le hace a un libro, creo).
El libro es excelente en sus extremos. En la mitad decae. Sube hasta alturas inimaginables en un capítulo que cuenta la excavación con el lenguaje y los procedimientos orales de las epopeyas antiguas, y después se torna de lo más aburrido en unas postales fumadas que pretenden ser una especie de descenso a los infiernos, sin demasiada gracia. Al llegar a ese punto estaba ya decepcionado, pero entonces volvió sorprenderme con el siguiente fragmento:
Cuando sintió que estaba a punto de morir, la señora mandó a llamar a su hijo y le dijo sus últimas palabras:
“Quiero transmitirte mi sabiduría, tal como me fue transmitida por mis padres.
“Debes darle una forma a tu vida, y para darle una forma debes seguir las reglas.
“Las reglas cambian de un lugar a otro, pero una vez que has elegido un conjunto coherente, el conjunto vale en todos los lugares.
“Estos conjuntos de reglas tendrán validez mientras existan hombres sobre la tierra; no porque detrás de ellas haya algo que las gobierne, sino porque se gobiernan solas.
“Quien no da forma a su vida es como un animal, y es tratado como tal, con la desventaja de que no es un animal; pero las formas conocidas son muchas, y no nos corresponde a nosotros juzgarlas.
“Las reglas se gobiernan en la lengua, que es común a todos, y por lo tanto también son comunes las reglas; solamente cuando cambia la lengua, cambian las reglas.
“Debes decir siempre la verdad, o sea llamar agua al agua, y de las cosas que no se ven ni se tocan hablar los menos posible. El hombre que miente ha renegado de la propia lengua y por eso vive entre tinieblas, acosado por los espectros y los dragones de las lenguas inventadas. Tampoco debes darles a los nombres abstractos una realidad concreta.
“No debes tratar de imponer tu opinión –por más natural que sea el querer imponer el propio criterio– porque todas las opiniones son combinaciones de palabras, elegidas al azar en el libro de las palabras, y frente al diccionario tienen todas el mismo peso.
“La belleza y el bien no existen por sí solos, sino que son los hombres los que deciden en cada época y lugar qué es lo bello y qué es lo bueno, y no nos cabe a nosotros refutarlos: si quieres llamar noche al día deberás emigrar a una región donde llaman noche al día.
“El hombre y la mujer son diferentes, según las costumbres de cada lugar.
“Cuando esté muerta aún podrás encontrarme, pero sólo en los labios de los otros y en el desordenado libro de tu memoria.
“Nada sabes ni puedes saber de los vivos si no es a través de sus señales, y con mayor razón digo lo mismo de los muertos.
“No pidas amor a quién no lo recibe de ti, ni regalos a quien nada has regalado.
“Nuestra única posesión es nuestro cuerpo con su intelecto, y todas las demás posesiones son agregados incómodos y pérdidas de tiempo.
“No creas que si dos veces una legua suma dos leguas, doscientas veces una legua suma doscientas leguas, porque no puedes medirlas con tus pasos, y lo mismo vale para todas las cosas que no podemos medir directamente.
“No te alejes demasiado de la tierra, que es tu madre, ni de la sociedad de los hombres y de las mujeres, que son hijos de tu madre.
“Desprecia todo honor que no sea el de haber dicho siempre la verdad, y si la suerte hace de ti un esclavo, sé un esclavo alegre y veraz, y serás la envidia de tu amo.
“No busques el dolor físico, que puede mellar tu intelecto, pero no temas a la muerte, que no puede mellar tu intelecto.
“Tu muerte es una palabra que pronunciarán los demás, como la mía ahora.”
Hace unos años murieron, con diferencia de dos meses, mi abuelo y mi viejo. Uno, incluso en momentos así (o, tal vez, precisamente en momento así) se pone a pensar en cómo lo afectan las vidas de los demás, y lo que yo le reprochaba a mis mayores que habían muerto era el hecho de no haberme dejado pistas, al menos sus hallazgos provisionales (equivocados o no) de qué era la vida. Yo creo que eso es una construcción de generaciones, que dejándonos nuestras pobres seguridades vamos a ir haciendo que nuestros descendientes entiendan cada vez mejor qué carajo es esto de vivir y ser humano.
Parece que no soy el único que piensa eso, y los escritores solemos poner en el papel lo que no hemos tenido, no hemos recibido o no hemos dado en la vida real.
Y le agradezco a Wilcock por eso.
Foto excelentemente encuadrada tomada por Lucía (que tiene sólo 3 años) de CFC leyendo a Wilcock en un camping de Junín de los Andes.
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