Zanjón de la Aguada (Crónica en tres actos)
Dedicado a Olga Marín, con mi cariñoso
agradecimiento
Primer acto:
LA ARQUEOLOGÍA DE LA POBREZA
Y si uno cuenta que vio la primera luz del mundo en
el Zanjón de la Aguada, ¿a quién le interesa? ¿A quién le
importa? Menos a los que confunden ese nombre con el de una novela
costumbrista. Más aún a los que no saben, ni sabrán nunca, qué
fue ese piojal de la pobreza chilena. Seguramente incomparable con
cualquier toma de terrenos, campamento o población picante de los
alrededores del actual Gran Santiago. Pero el Zanjón, más que ser
un mito de la sociología poblacional, fue un callejón aledaño al
fatídico canal que lleva el mismo nombre. Una ribera de ciénaga
donde a fines de los años cuarenta se fueron instalando unas tablas,
unas fonolas, unos cartones, y de un día para otro las viviendas
estaban listas. Como por arte de magia aparecía un ranchal en
cualquier parte, como si fueran hongos que por milagro brotan después
de la lluvia, florecían entre las basuras las precarias casuchas que
recibieron el nombre de callampas por la instantánea forma de
tomarse un sitio clandestino en el opaco lodazal de la patria.
Y como siempre el asunto de la vivienda ha sido una
excursión aventurera para los desposeídos, aun más en ese tiempo,
cuando emigraban familias enteras desde el norte y sur del país
hasta la capital en busca de mejores horizontes, tratando de
encontrar un pedazo de suelo donde plantar sus banderas de allegados.
Pero ese no fue el caso de mi familia, que desde siempre habitó en
Santiago, traficando su pellejo pasar en piezas de conventillo y
barrios grises que rondan al antiguo centro. Pero un día cualquiera
llegaba el desalojo; los pacos tiraban a la calle las cuatro mugres,
el somier con patas, la mesa coja, la cocina a parafina y unas
cuantas cajas que contenían mi herencia familiar. Y tal vez alguien
nos dijo que existía el Zanjón y para no quedarnos a la intemperie,
llegamos a esas playas inmundas donde los niños corrían junto a los
perros persiguiendo guarenes. Y la cosa fue tan simple, tan rápida,
que por unos pesos nos vendieron una muralla, ni siquiera un metro de
terreno, solo era un muro de adobes que mi abuela compró en ese
lugar. Y a partir de ese sólido barro, fue armando el nido garufa
que en pleno invierno cobijó mi niñez y le dio alero a mi núcleo
parental. A partir de esa muralla que como una bambalina
cinematográfica se convirtió en el frontis de mi primer domicilio,
mi abuela le puso un techo de fonolas y un encatrado de palos que
confeccionaron la arquitectura piñufla de mi palacio infantil. Pero
a diferencia de mis vecinos, la fachada entumida de mi casa tenía
cara de casa, por lo menos desde el callejón parecía casa, con su
ventana y su puerta, que al abrirla, mostraba un escampado, no tenía
piezas, solamente el fondo abierto del eriazo donde el viento frío
del amanecer entraba y salía como Pedro por su casa.
Pareciera que en la evocación de aquel ayer, la
tiritona mañana infantil hubiera tatuado con hielo seco la piel de
mis recuerdos. Aun así, bajo ese paraguas del alma proleta, me
envolvió el arrullo tibio de la templanza materna. En ese revoltijo
de olores podridos y humos de aserrín, «aprendí todo lo bueno y
supe de todo lo malo», conocí la nobleza de la mano humilde y pinté
mi Primera crónica con los colores del barro que arremolinaba la
leche turbia de aquel Zanjón.
Segundo acto:
MI PRIMER EMBARAZO TUBARIO
Existe un eslogan que dice: «Pobre, pero limpio»,
y es verdad, en algunos casos donde existen los materiales básicos
de la higiene. Pero en el Zanjón, el agua para beber, cocinar o
lavarse había que traerla de lejos, donde un pilón siempre abierto
abastecía el consumo de la población callampa. Así también la
evacuación de las aguas servidas y el alcantarillado se resumían en
una acequia hedionda que corría paralela al rancherío, donde las
mujeres tiraban los caldos fétidos del mojoneo. En contraste a este
sórdido barrial, el albo flamear de las sábanas y pañales,
deslumbrantemente blancos a puro hervido de cloro, confirmaba el
refregado pasional de las manos maternas, siempre pálidas, azulosas,
sumergidas en lavaza espumante de remojo. Y quizás esa utopía
blanqueadora era la única forma como las madres del Zanjón podían
simbólicamente despegarse del lodo, y con racimos de chiquillos a
cuestas, se encumbraban a las nubes agarradas del fulgor níveo de
sus trapos, vaporosamente deshilachados, como banderas de tregua en
esa guerra entintada por la supervivencia.
Mi niñez del Zanjón mariposeaba al mosquerío del
sol que mi madre espantaba cuidadosa, pero al primer descuido, cuando
ella atareada, en un minuto me perdía de vista, la aventura del
gatear fuera de la callampa me conducía al borde de aquella acequia,
donde metía mis pequeñas manos, donde mojaba mi cara y sorbía el
lodo en la curiosidad infante de conocer mi medio a través del
sabor. Y así fue como un día mi barriga se fue hinchando como si me
hubiera embarazado un príncipe moscardón. Al correr los días, el
tamboreo de la colitis permanente y el dolor abdominal eran un llanto
sin tregua. Mi madre no sabía qué hacer, sobándome la guatita
inflamada como un globo y dándome aguas de hierbas, azúcar quemada
y cocciones de canela. Y allí entonces, no era tan simple como tomar
el teléfono y llamar al médico de la familia. Sobre todo si había
que levantarse a las cinco de la mañana y salir con la guagua
colgando para alcanzar un número en el policlínico repleto. Así no
más llegué a las manos de una doctora con lentes de acuario, quien
me vio la panza pobre, pensando en la very tipical
desnutrición de los niños africanos. Pero al tantear esa piel tensa
de timbal y apoyar en ella su frío estetoscopio, un apagado latido
la sobresaltó, retirándose espantada. «No es posible», dijo,
mirando a mi madre y escribió nerviosa la receta de un purgante
virulento. Esa misma noche se produjo el alumbramiento, después de
tomar esa abortiva medicina, me desrajé en los calambres de una
florida diarrea como agua de pantano. Y allí, en el negro espejo de
la bacinica rebalsante, flotaba el minúsculo cuerpo de un pirigüín
detenido en su metamorfosis. Era apenas una cabeza y una colita, pero
sobresalían dos patitas verdes que el niño renacuajo había logrado
formar en mi vientre desde que me tragué su larva en el micromundo
de la vida que, a pesar de todo, se peleaba a codazos el breve
espacio de su gestación.
Tercer acto:
LAS MEMORIAS DEL CARNE AMARGA
El Zanjón de la Aguada no sólo fue conocido por su
extrema pobreza, donde se enjugaba sudor de pueblo y retraso social.
También en los años cincuenta, ese pulguerío entintaba los diarios
por las noticias delictuales y la conjunción de patos malos que se
guarecían bajo sus latas. Por entonces, esa mafia punga recibía el
apodo de «pelados», de seguro por el rapado de cabeza hecho a
tijeretazos en Investigaciones, tal vez para hacerlos visibles ante
la buena sociedad y que este look produjera rechazo de escarmiento.
Pero esa estética de cabeza afeitada, en el Zanjón no provocaba
discriminación: era costumbre ver a cabros piojentos rapados al cero
para matar la plaga de bichos. Igual, en el caso de los «pelados»,
era natural verlos salir de la cana con esa apariencia de judíos
flacuchentos, barbones y calvos, liberados del exterminio. Cierta
familiaridad con el delito, producía esta sana convivencia. Porque
como en toda microsociedad, por punga que sea, existen sus leyes de
hermanaje y los «pelados» las tenían. Era una especie de catecismo
moral no cogotear jamás a un vecino del sector. Y es más, era una
obligación para ellos colaborar solidariamente en los desastres
naturales que volaban las fonolas en las noches de ventolera. Así
como sacar el agua negra que anegaba las casuchas en las
inundaciones. O apagar ese gran incendio que consumió medio Zanjón
de la Aguada, y allí los «pelados», a falta de bomberos, eran los
ángeles salvadores, acarreando baldes con agua del grifo lejano, o
rescatando guaguas chamuscadas por el fuego.
En este reducto social, donde las rucas encrespaban
el cerco mísero de Santiago, confluía un zoológico delictivo que
se nombraba según la especialidad del robo. Estaban los carteristas
a chorro que despabilaban una billetera con dedos de terciopelo y
rajaban como cohetes. También, las mujeres tenderas del centro, como
la Ñata María, una vampiresa ratera que se vestía de gran dama y
arrasaba las tiendas de lujo con su cartera de doble fondo. También
el clan de los monreros, especialistas en desvalijar casas en el
barrio alto. Y a veces llegaban de visita unos guantes
internacionales que volvían de Europa donde exportaban el arte
chileno del choreo con estilo. Como el Chute Mojón, por ejemplo, un
esbelto dandy que regresaba a la vecindad fumando habanos,
vistiendo terno blanco y sombrero al tono. Allí todo el Zanjón lo
recibía con gran fiesta y zandunga mafiosa que duraba tres días.
Los más felices eran los cabros chicos, agarrando los puñados de
monedas que el Chute Mojón les tiraba como padrino cacho. Pero
también había algunos más siniestros, como el Carne Amarga, oscuro
y perverso como pupila de chacal. Era un mago para saquear los
camiones que pasaban por Santa Rosa. El Carne Amarga era padre
soltero, tipo Kramer versus Kramer, y había ideado un truco
para detener los camiones, que conociendo los peligros del lugar,
pasaban rajados por la calle. Entonces, cuando se divisaba un
vehículo cargado con mercaderías, el Carne Amarga tiraba a su hijo
de siete años al medio de Santa Rosa y el camión se detenía con un
chirrido de frenos, ocasión que aprovechaba el delincuente para
treparse por atrás y desvalijarlo.
Y pudo ser que en alguna oportunidad el vehículo no
alcanzó a frenar y las ruedas reventaron al mocoso. Pero esto era
pan de cada día en el Zanjón de la Aguada, morían tantos niños
como perros vagos atropellados en el sector. Como también en los
allanamientos, en mitad de la noche, en la madrugada, por las balas
zumbantes que atravesaban limpiamente las mediaguas. Y al otro día,
todos los vecinos comentaban el resultado del arreo hecho por la
Brigada de Homicidios. Que anoche cayó el Chiflín, que le dieron al
Caca Negra, que por un pelo se escapó la Ñata María, que al
Tirifa, al Chicoco y al Cara de Luto se los llevaron esposados, que
al Fonola le pegaron un tunazo en la pata, pero igual arrancó por
los techos, que los ratis ladrones se llevaron un montón de cosas y
las achacaron como recuperación de especies. Y después de estas
redadas, venían semanas de vigilancia en que el Zanjón entero
dormía a sobresaltos por el temor de que volvieran los tiras con su
prepotente balacera. Los «pelados» se hacían humo por un tiempo y
algunos emigraban a La Legua o a La Victoria, donde seguían
perfeccionando delicadamente las artes malandras de su oficio.
Epílogo:
LA NOSTALGIA DE UNA DIGNIDAD TERRITORIAL
LA NOSTALGIA DE UNA DIGNIDAD TERRITORIAL
Actualmente, cuando los alcaldes hacen alarde en sus
campañas con nuevos métodos policiales para prevenir asaltos y
choreos. En estos tiempos donde la delincuencia perdió su aventura
romántica de quitarle al rico para darle al más pobre, al estilo
Robin Hood o Jesse James, quizás porque los protagonistas del robo
social son apenas unos mocosos que les arrancan la jubilación a los
abuelos cuando salen del banco. Más bien parecen lauchas ladronas,
quitándoles bicicletas a los cabros chicos y mochilas a los
escolares, ni parecidos a los chicos malos de antaño, los choros
rapiña del Zanjón, que novelaban su vida transgrediendo la brutal
desigualdad económica que retrataba sin color la radiografía humana
de aquel desnutrido paisaje.
Ahora, cuando la pobreza disfrazada por la ropa
americana ya no quiere llamarse pueblo y prefiere ocultarse bajo la
globalidad del término «gente», más plural, más despolitizada en
las encuestas que suman electrodomésticos para evaluar la repartija
del gasto social en las capas de menos ingresos. Y todo es así, para
un mejor vivir están las líneas de crédito que permiten soñar en
colores, mirando el catálogo endeudado de un bienestar a plazo. Para
mejor pasar estos tiempos, mejor rematar neuronas como espectador de
la pantalla donde el jet-set piojo se abanica con remuneraciones
millonarias, pasándolo regio, mascando una aceituna en el desfile de
modas con su ocio fashion, sacándole la lengua a la teleaudiencia
sonámbula y roticuaja que pone una olla sobre el aparato de tevé
para recibir la gotera que cae del techo roto, que suena como
monedas, que en su tintineo reiterado se confunde con el campanilleo
de las alhajas que los personajes top hacen sonar en la pantalla.
Pero al apagar el aparato, la gotera de la pobreza sigue sonando como
gotera en el eco de la cacerola vacía. Para mejor vivir la escarcha
indiferente de estos tiempos, vale dormirse soñando que el Tercer
Mundo pasó por un zapatito roto, que naufragó en la corriente del
Zanjón de la Aguada, donde un niño guarisapo nunca llegó a ser
princesa narrando la crónica de su interrumpido croar.
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Siempre he sido un enemigo del panfleto. Pero también siempre he sostenido que la política y la crítica social tienen su lugar en el arte mientras sean componentes, importantes pero no fundamentales, de la obra: lo fundamental,en una obra de arte es, indiscutiblemente, el componente estético.
De todas los autores que leí este cuatrimestre en Literatura Hispanoamericana, el que más me gustó fue Lemebel. Se trata de un escritor que hace algo muy pero muy complicado: lograr que la validez estética de su prosa equipare la intencionalidad político-social de lo que escribe y que ambos elementos, en lugar de entorpecerse uno al otro, se conjuguen y brillen con igual resplandor.
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