Esa máxima tan sencilla y tan fácil de entender a mí me está haciendo mella recién ahora, comenzando la treintena (creo que ya lo he dicho: suelo hacer de taquito las cosas más difíciles, pero la sencillez se me complica sobremanera), ya que últimamente me he estado sorprendiendo con la genialidad de obras con cuyos creadores me habían predispuesto mal por diversos motivos, tanto es así que se trata de libros que había comprando hace mucho pero tenía pospuesta su lectura porque el escritor me caía mal.
No es de ahora esa actitud. Cuando era adolescente me pasaba con la música. No escuchaba a los Doors porque era la banda favorita de un primo al que consideraba especialmente estúpido. No escuché a los Redondos hasta los 23 años porque en la secundaria, en mi colegio, para ser copado tenías que escuchar a los Redondos y no tenía ganas de ser copado (creo que más bien no concebía la posibilidad de serlo, entonces, para no herir mi autoestima aún más, disfrazaba la imposibilidad por negación electiva). En los otros dos colegios de Regina, lo que se debía escuchar para ser copado era Metallica en uno y Pink Floyd en el otro, bandas que, por supuesto, también hice llegar tarde a mis oídos.
Pero volviendo a la literatura: opino que Gabriel García Márquez es un imbécil insoportable, con esa sonrisa lasciva que pone siempre que se deja homenajear y esa actitud perdonavidas de “yo invento géneros literarios”. Pero Cien años de soledad es una maravilla de novela. Creo que la compré hace unos diez años, y varias veces la tuve en las manos pensando si leerla o no, y no empezaba con la lectura porque la había escrito “García Marketing”, como dijo alguien por ahí. En octubre del año pasado despaché en dos noches Crónica de una muerte anunciada, en mis mini-vacaciones antes de que naciera Santiago. Había comprado el libro solamente porque cuando lo sacó Clarín, en una de esas colecciones que se suelen inventar, mi hermana menor lo necesitaba para el colegio, y cuando lo leí me sorprendió la fluidez narrativa: el libro no cuesta absolutamente nada de leer (en ese sentido es una muy buena elección para la escuela), te lleva. No identifiqué bien las técnicas narrativas sino solamente el resultado de su puesta en texto, y el resultado es positivo. Pero en Cien años de soledad estuve más atento, y la cantidad de herramientas narrativas que usa García Márquez conforman un compendio de todo lo que se puede hacer en la novela para captar la atención de lector y mantenerlo leyendo. Es una novela que no se puede dejar. Y la cantidad de emociones que genera, la mezcla, es brillante. Me pasó estar sonriendo mientras leía muertes y cosas así. Al final de por lo menos tres capítulos estaba cerca de llorar... pero estoy medio maricón últimamente así que no sé si eso es mérito del libro.
En el sentido de las posibilidades narrativas, creo que se debería leer Cien años de soledad justo antes que Rayuela: en una tenés todo lo que se puede hacer en una novela y en la otra el paso siguiente.
Volviendo: otro que no soporto es Sábato, el autoproclamado juez moral de la nación, que no podía rebajarse a hablar coloquialmente siquiera en las entrevistas e iba desperdigando mala poesía por las secciones culturales de los diarios. Hace varios años leí una entrevista, creo que en el Río Negro, donde le preguntaban de, pongámosle, el precio de las papas, y salía con algo así como “siempre he sido oscuramente conciente de la nocturnal belleza de la muerte” y qué se yo, así que no pude seguir leyendo. Porque, no jodamos, la literatura es arte, es composición destinada a la belleza formal sobre el soporte de una historia o una idea, y el habla es comunicación puesta en práctica. Ni se habla como se escribe ni se escribe como se habla (a menos que estés escribiendo un diálogo, donde sí opino que debe entrar lo coloquial por la puerta grande, para que no quede forzado o irreal).
Pero, a pesar de cualquier consideración, Sobre héroes y tumbas es buenísimo. Tengo que reconocer que entendí la mitad, no porque fuera difícil de leer sino porque entre la belleza de las frases muchas veces no lograba ver un sentido, pero esa belleza literaria es innegable y con la mitad que entendí me alcanzó.
El túnel es un bostezo de proporciones cósmicas, eso sí.
Otro contra el que estaba mal predispuesto era Alejo Carpentier. Primero, porque lo recomendaba una profesora de la universidad francamente repelente. Segundo, porque es un escritor barroco y relaciono al barroquismo con la impericia a la hora de escribir: todos somos barrocos hasta que nos damos cuenta de que escribir bien no es escribir mucho sino escribir lo justo y necesario, de que tres adjetivos pueden decir menos que uno solo bien usado, de que no tenés que enterrarte en el diccionario si con las palabras que pronunciás todos los días podés expresar tus ideas lo más bien.
Empecé a leer Los pasos perdidos en noviembre y lo dejé. No me gustó. Lo retomé dos veces, creo, en las sesiones de lectura más desprestigiadas: las que se realizan en el retiro espiritual del baño. Y no había caso. Hasta que llegué al capítulo 9 y el libro despegó, para mí al menos, con unas reflexiones del personaje/narrador acerca de la Segunda Guerra Mundial. Se ve que lo anterior, la descripción de la vida aburrida y burguesa de un emigrado en Francia, me tenían muy sin cuidado, pero cuando el foco pasó al exterior, pasó de la autodescripción a la descripción del mundo, la cosa cambió y se me hizo interesante. En definitiva, del capítulo 9 en adelante, me pareció una muy buena novela. No una maravilla, pero sí mucho mejor de lo que esperaba.
Ahora, el último escritor que detesto que se me venga a la mente, es Saramago. Tendré que comprarme algo suyo que encuentre barato y ver cómo resulta eso.
Habrán notado que no nombré a Cohelo, pero no pienso dignificar a ese ladrón hijo de puta con el mote de escritor. Y me banqué un engendro suyo solamente para poder hablar con conocimiento de causa. Fueron las 100 páginas más largas de mi vida. Tardé dos semanas en leerlas, mientras las 500 de Cien años de soledad las quemé en tres o cuatro días, dependiendo de cómo haga la cuenta. Pero es que era una tortura oriental.
Antes que volver a leer algo de Cohelo me lavo los ojos con soda cáustica y una esponja Patito.
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