Thursday, February 05, 2009

Teorías

I

Una clínica es un lugar maravilloso para conocer al ser humano. No para conocer a personas individuales sino para tener un conocimiento del ser humano en sí, con todas sus miserias: enfermedades, estados de ánimo alterados (por la felicidad de un nacimiento o la tristeza de una muerte, por ejemplo). Pero, más allá del hecho puntual que los haga llegar a la clínica, lo que más revela del ser humano es la creencia de que, por estar pasando por una enfermedad o acompañando a un enfermo, tienen una suerte de vía libre para la falta de respeto, tienen la posibilidad de gritarle, basurear o incluso golpear a cualquiera que no se comporte para con ellos como creen que deberían hacerlo en esas circunstancias.
Sí, hay gente que puede ponerse irritable a causa de los síntomas de una enfermedad (de la fiebre, el malestar, el dolor franco a veces), pero creo que no me equivoco al decir que las personas que son insoportables, mal educadas, basuras, cuando entran a un hospital o a una clínica, lo son también en su vida real, todos los días del año.
Las situaciones hospitalarias son en cierta medida como el alcohol o las drogas: no modifican lo que la persona sea en su esencia, simplemente lo muestran sin barreras que lo restrinjan o lo sacan a la luz. Eso justifica el uso que hacían de las drogas los shamanes, cuando las drogas eran un sacramento que se utilizaba contadas veces, o a lo mejor una sola vez en la vida, en un momento vital cargado de sentido y no como una forma de recreación o de escapismo vacía: lo que hacía la planta alucinógena (porque no existían drogas sintéticas) era mostrar quién eras, de una vez y para siempre, quién estaba escondido debajo del maquillaje que la costumbre y la cultura, por primitiva que fuera, te había impuesto y habías acatado.
Las drogas mostraban tu verdaderos colores, como las enfermedades.

II

Llevo tiempo intentando no sentir nada hacia le gente, dejándoles ver solamente una máscara de plástico sonriente. Pero a veces no puedo esconder mi humanidad, a veces soy sinceramente amable y a veces las personas me retribuyen esa amabilidad, con un gracias, o un gesto (un caramelo, una galleta, cosas así de mínimas) que me desarman.
Anoche interné a un señor que se llamaba Orlando, como mi viejo, y cuando fui a tomarle los datos (porque no podía acercarse él) me agradeció con esa sencillez, con esa, no buena onda, porque mi viejo no era “buena onda”, pero con esa humildad tan genuina, que cuando volví de la guardia a la recepción estaba casi llorando.
Últimamente me pasa mucho. Al menos una vez por semana. Parece que mientras más querés esconder algo que es parte constitutiva de tu persona, más busca las grietas para salir. Al parecer en algún momento (en mi Edad de Oro, supongo) me importó mucho la gente. Pero ya no quiero que me importe.
Cortázar decía (no tengo la cita exacta, pero creo que es de Rayuela) que un pesimista es siempre un optimista arrepentido, que para detestar sinceramente al mundo tenés que haber creído en él antes con toda tu ilusión y haber sido decepcionado, traicionado.
Está bien, lo mío no es tan dramático. No fui traicionado por el mundo. Simplemente, personas en las que confiaba demasiado me demostraron que confiar no es la salida más inteligente, que estás mejor si no lo hacés. Que involucrarte, preocuparte, ayudar, interesarte y de hecho trabajar por el otro, es una pérdida casi criminal de tiempo que podrías estar ocupando en vos, en mejorar tu propia situación en el mundo, en alcanzar tus propias metas.
Ya no quiero ser más un boludo. Ya no quiero que me importe ninguna otra persona, salvo mi familia y algunos amigos. Pero a veces no puedo evitarlo.

III

Por ahí el tema principal, o la clave para decodificar esas ideas, es que mi evolución como persona me ha llevado hasta ser (al menos por ahora) absolutamente maniqueo. No respecto a dios (no tiene sentido formarte una opinión clara acerca de algo que ni siquiera sabés si existe), sino respecto a la gente.
Para mí es simple: hay gente buena y gente mala. La gente buena trata de actuar bien, pero puede cometer errores que perjudiquen a los demás, ya sea por debilidad o por idiotez. La gente mala vive para hacer el mal, pero puede beneficiar a alguien con sus acciones, de forma premeditada, si es que eso le gana un aliado para hundir a otro o le reporta alguna clase de beneficio. Por logística o por interés, en definitiva. Observando bien sus comportamientos podés deducir, con extremada facilidad y con una tasa de error que tiende a cero, a qué clase de persona pertenece la gente que te rodea o que te cruzás en el camino.
Yo no suelo tener teorías duras. Reviso mis ideas permanentemente. Leí por ahí que se citaba a Lugones diciendo que él no confiaba en nadie que sostuviera la misma idea por más de seis meses. Si se lo mira como signo de diletantismo o de falta de convicción, es algo negativo. Si, en cambio, se lo toma como índice de que las ideas no están esculpidas en mármol y pueden ser cambiadas, modificadas, acercadas a la realidad, es algo muy positivo.
Sea como sea, aún no ha llegado el hecho, el comportamiento o la reflexión, que me haga pensar que está equivocada esta seguridad de que hay dos clases de personas, de que los ángeles y demonios no están en algún limbo metafísico sino acá.

IV

Tal vez también sea relevante, ya que estoy hablando de la relación con los otros y de la verificación de teorías, el hecho de que para mí la confrontación no sirve, siempre que se la vea como un partido en el cual uno tiene que ganar y el otro debe perder. Las ideas no se pueden manejar así, porque lo gracioso de las ideas es que no suele haber ninguna que sea absolutamente errada, sino que todas tiene su parte de verdad, entendiendo como verdad la perfecta adaptación a los hechos reales. O sea, algo reviste una mayor verdad mientras más refleje lo que en realidad pasa. Por eso hay grados de verdad y hay escuelas filosóficas: si la verdad fuera una, sólo habría una forma de ver el mundo a la cual todos acataríamos, porque el ser humano no se regocija en el error, más bien lo acepta como un resultado de su cortedad intelectual o espiritual, pero si a todos nos dieran la Verdad Absoluta (con rabiosas mayúsculas) creo que todos, salvo algún enfermo mental que nunca falta, la abrazaríamos y aceptaríamos con toda la felicidad que cupiese en nuestras almas.
Entonces, las discusiones no son un partido de fútbol, lo que importa no es quién golea a quién, sino que a partir del intercambio de puntos de vista cada uno pueda cotejar sus verdades, ver en qué sectores son fuertes, resistentes, y qué sectores débiles deben o bien ser fortalecidos o bien derribados y sustituidos por ideas nuevas, que se ajusten más a lo real.
Y machaco tanto con lo real porque es muy fácil hacer teorías y teorías encerrado en una habitación pensando que el mundo te odia o no te comprende o no reverencia tu aún desconocida genialidad. Yo de chico era tan pelotudo que hacía precisamente eso. Pero una vez que tenés todo ese andamiaje de ideas, para prevenir que se osifiquen en armoniosos prejuicios sin sentido, plenos de lógica interna pero sin significado alguno, con el mecanismo perfecto y la inutilidad también perfecta de un reloj suizo con todos sus engranajes pero sin manecillas, hay que salir a la calle y patearla y respirar el aire y conocer a la gente y ver si tus teorías valen dos mangos o tenés que tirar todo y empezar de nuevo.

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