Thursday, April 29, 2010

Ana en el río negro - de Héctor Kalamicoy

Ana en el río negro.

Paramos por las señas y estacionamos en la banquina. En Chichinales, la Policía caminera da indicaciones acerca de cómo superar la etapa del Valle del Río Negro sin contratiempos. Ya pasó el calor, son cerca de las siete de la tarde.
Descansamos bien, no, no tomamos nada, rico el asado en Choele Choel, sí, vimos la capilla de Ceferino.
Tomaron vino y no les interesa la meseta. La muchacha se alegra por la facilidad que demuestran estos dos para fabular coordinadamente.
Sabe que engañan pero no se engañan, quiere terminar el pensamiento y se concentra en la charla de ellos. Se nota cansada. De golpe focaliza lo que dice el oficial moreno en su uniforme azul.
Costó quinientos mil pesos al gobierno de la provincia. Tiene la cabeza tallada en mármol italiano bendecido por el Papa. El resto es de hormigón armado. No alcanzó la plata. Tome un folleto.
Lo atrapa con esfuerzo antes que Tomás o Pablo estiren la mano.
Cinco metros de altura con traje y un peinado formal, veinte toneladas con un rosario y una Biblia. Atrás del muñeco, la estepa, adelante, miles de feligreses. Una función de títeres.
Grandote eh –se admira Ana del folletín midiendo lo que ve- Pero con eso que costó pudieron arreglar la ruta amigo ¿No le parece?
No quiero que se sienta mal -piensa Ana-, pero mucha fe me molesta en este país venido a menos, y con este calor. Comenta después.
Tenes razón, asienten ambos, este país se va adonde siempre fue. En cualquier momento explota y no queda nadie, sólo un hoyo en la tierra y gente llorando.
Ceferino Namuncurá es el santo de la región, si ustedes se encomiendan a él no les va a pasar nada. Aunque la ruta esté llena de peligros no van a salir lastimados. Hace milagros, asegura el oficial. Como si no hubiera escuchado a Ana Laura.
Ponen en marcha el auto, un Volskwagen Weekend.
Se parece al títere ese de mármol del folleto, ¿no Pablo?
Para mí, es el hijo Ana.
El policía se va haciendo chiquito, más pequeño aún en la cabeza que en los pies. Un punto negro en la luneta trasera. Ana piensa que no lo volverá a ver nunca más y le invade una sensación extraña. Pablo vuelve a prender un lucky. La nube de humo se va rápidamente.
Menem lo hizo. Ahí está su Argentina.
No, ¡Qué decís!. Trae desgracias el innombrable.
Ella sube la ventanilla lentamente. La pensadora del coche y la intelectual. La quiero mucho, por eso viajamos. Para no separarnos.
Antes del puesto de caminera y el santo patagónico, pasando Chelforó, el río Negro se ha dejado ver un par de veces a través de mesetas y jarillas. Pablo me señaló al costado de la ruta y tardé en frenar, pero hice marcha atrás y pudimos acercarnos unos cincuenta metros a un ternero tirado al costado de la ruta. Ana no se animó al sol en su estado, pero yo y Pablo caminamos hasta el animal de cuerpo sumido hasta la transparencia bajo el sol. Unos melancólicos buitres se espantan con nuestra llegada. Levantan vuelo y planean en círculos allá arriba.
El mismísimo umbral de la muerte y mi amiga no llega a ver.
Respira dificultosamente y levanta un fino polvo que se le pega en el hocico húmedo. Tiene gusanos en el ombligo, una bola que surge por debajo de la curva de la barriga de pelaje blanco. La tristeza se apodera de mí, pienso en otras cosas que van a pasar y miro si en el auto está mi amiga. El cielo empieza siempre en el suelo y en estas tierras todo parece ir en esa dirección. Cáncer, medicamentos falsificados durante un año, mal.
Puto país, vamos.
¿Lo matamos ya?
No, por ahí se recupera, está Ana adentro, acordate.
Ella sigue ahí, sentada en la sombra del coche, con el cabello lacio de un costado. Su figura delgada de perfil y sin voltear a sus lados, tiesa con el libro en la mano, es una caricatura.
Yo leo como una piraña, me comentó una vez, un pequeño mordisco de dos o tres páginas, vuelvo con el montón, charlo, miro TV y de nuevo vuelvo al libro por otro bocado. Ahora se queda con la vista fija en nuestra dirección.
No nos ve, somos sombras borrosas para ella y ella va convirtiéndose en una sombra para nosotros. Tomas no lo acepta.
Pobre animal ¿en serio no queres matarlo? Dale, Tomás, un tiro y lo sacamos de su estado.
No me contesta y me mira con ese gesto tan suyo. A veces lo entiendo. A veces no, y me dan ganas de fumar cuando no puedo alcanzar lo que piensa o lo que siente.
Desde esta distancia escucha el tiro, ni hablar, vamos, me dice seriamente. No le cuentes por favor. Mientras camina, juro que lo entiendo.
Tenemos en el baúl dos pistolas de tiro deportivo, para concursar en San Martín de los Andes. Pablo se queda con ganas, la cabeza rubia gacha, suspendida, de doctor yudoca.
Por el camino hemos baleado carteles en medio del campo y acosado a tiros a un ágil piche solitario a la salida de Río Colorado. Ana se puso mal por el maltrato al bichito, como siempre le pasaba, y rompió en llanto.
¡Crueles!
Respetaba la vida y yo y Pablo no teníamos argumentos para ese tipo de debate.
Igual el bicho se las ingenió para huir ileso.
Manejá vos Pablo, yo voy a descansar un poco.
Tiene la costumbre de molestar a los que quieren dormir. Le pasa lo mismo que a mí, me da por hablar cuando otro se calla. Yo apoyo la cabeza en el cuerpo delicado y suave de mi gran amiga y le sigo la conversación y la respiración. Entro en el gran paréntesis sin querer.
Dormir es como estar muerto, no podes perderte la vida así. Me da golpecitos en la cara con una revista evangélica que nos dieron en un puente.
Tomás me hace reir cuando finge fastidio al despertarse. Un payaso.
El tráfico es lento en verano porque es otro país Río Negro. Por la estrecha ruta circulan grandes caravanas de vehículos de todas las épocas cargados a no dar más de fruta de la cosecha. Es un tránsito que pone los pelos de punta. Camiones viejísimos sin luces, atiborrados de peras, manzanas y duraznos, colectivos de larga distancia que fastidiados por la lentitud se adelantan jugados, un riesgo latente. Pablo tiene nervios de acero. Va atentamente con el cigarro en la boca y el brazo velludo al viento. Con su barbilla prominente es un héroe extraño al volante.
Ana Laura, papá siempre decía que hay que mandarse y no dudar. Pablo le habla pero se da cuenta que ella está dormida y de que Tomás descansa cuidadosamente en el hombro de ella. Se calla y piensa en el torneo, en las enfermedades que se meten en las uniones más fuertes y en el tiempo que falta para llegar a algún lado. Fuma con el cigarro entre los labios respirando el sopor del asfalto.
El viento repentinamente fresco me despierta, y el viaje lo hicimos porque ella lo pidió y también porque yo quería verla bien una vez más, como hace dos veranos atrás, de La Plata a Neuquén y a San Martín; ahora me mira con esos lentes, que aunque desproporcionados a la cara, le sientan de forma extraña. Hablamos durante la mayor parte del trayecto, fue casi un ajustar viejas faltas, y yo me cuelgo siempre a sus ojos porque es algo que me gustó siempre de ella. Son grandes ojos de iris profundos, repletos de oscuridad, que brindan una sensación de paz reconfortante. Paz y oscuridad, algo que ya tendrá en demasía ¿Qué somos al fin?
El viaje por la ruta veintidós es la carrera de los autos locos. Pasando Ing. Huergo se nos pone delante un pequeño rastrojero con verdura que nos marca el paso a treinta kilómetros por hora. El conductor pedalea a todo pulmón y el camión no avanza. Repentinamente un pollo asoma su cabeza de un cajón y vuelve a esconderse como si no hubiese existido. Una visión.
Pablo pide a gritos que saquen esa carreta de verduras del camino.
Depuren el país, ya. Eso no puede circular por el asfalto.
Ya vamos a llegar, le calma Ana.
Yo ya me pasé adelante y pongo a Los Redonditos en el coche para darle más alegría a un viaje lento, sufrido y caluroso. Entre Mainqué y Huergo el tráfico se libera un poco y tenemos oportunidad de poner a más de cien el auto. Pero pasando Mainqué, a tres de Cervantes, otro puesto de caminera aparece de improviso frente a nosotros, luego del terraplén del puente sobre un canal de riego. La subida nos deja sin perspectiva visual y cuando bajamos la loma, varios policías mueven balizas luminosas en la tarde que cae. Parecen operadores de aeropuerto con balizas improvisadas de luces de emergencia. Alguien había despegado ya del suelo.
Definitivamente, no somos los únicos en perder la visión luego del terraplén y en extraviar la paciencia por el tráfico. Al costado de la ruta y muy debajo de la elevación del asfalto, dos autos descansan allá abajo. Se encontraron de frente. Están machacados los dos justo en sus respectivas delanteras. Uno tiene la gente adentro con vida, por el movimiento a su alrededor, y el otro, no sabemos. Este último, un Ford fiesta, parece comprimido y le falta justo un metro. No parece tener espacio para pasajeros vivos.
Unos metros más allá un camión ha volcado y sus ejes duales todavía giran como ruedas de la fortuna, gigantescas y rústicas. Algunos cajones de madera quebrados sobre el asfalto permanecen llenos de fruta, parecen manzanas. El camión no chocó, quizá venía detrás de algunos de los vehículos. Mi amiga se asoma y se preocupa por lo que ve.
Hay un camionero apoyado en un poste del tendido eléctrico, un hombre gordo ya mayor, que se saca y pone la gorra sin atinar a otra cosa.
Nos detenemos por solidaridad, ya que Pablo es médico. Podemos circular a paso de hombre, pero él tira a la banquina el Volskwagen rojo y dice que ya viene. Va hasta el baúl y saca su maletín. Supongo que el juramento hipocrático. El calor a esa hora de la tarde merma y ella puede bajarse mientras Tomás la asiste. Pablo habla con alguien y ayudado por los Bomberos colocan una mujer herida, que está sobre el pasto, en una camilla consistente en una tabla con una frazada.
Uno de los rescatistas maniobra una pinza hidráulica e intenta sacar de entre los hierros lo que resta de una familia en vacaciones. Curiosos que pasan mirando y una nena asoma un celular por la ventana. Van en un último modelo. Espero que no tengan el mismo destino. Modelos nuevos a más de ciento cincuenta, treinta metros para frenar y caminos de carretas.
Está muerta, confirma Pablo a un bombero viejo. No se preocupen por ella, corten ese asiento para sacar al resto.
Una niña está aplastada en su sillita de viaje, dos años como máximo. El Peugeot 206 se encuentra irreconocible. Al lado de ella yace un muchacho que inconciente tiene la cabeza recostada como escuchando el llanto cortado de la niña.
Ana quiere llegar al coche siniestrado para acariciarle la mano y reconfortarla de algún modo. Le grito a Pablo y el le habla a un policía. Este hace señas, no hay problema, avancen. Ella la calma con su gesto de cariño. Ana y la niña y yo sosteniéndola a ellas. Alguien sostiene al mundo en este preciso momento y lo agita por placer.
Que no se duerma, le advierte Pablo cuando pasa a nuestro lado con unas vendas que saca de algún lado.
Luego de un par de minutos los rescatistas pueden cortar la parte delantera del coche y liberar al padre de familia. Son tres hombres trabajando arduamente con la pinza. Habían pedido ayuda a Gral Roca, pero ahí están, haciendo patria entre frutales y carrocería retorcida. Menos mal que la Policía desvía el tráfico, ya no pasa gente curiosa.
Luego Tomás se entera que hay cuatro voluntarios en la localidad y dos de ellos están con quemaduras por el incendio en un aserradero. El tercero en el sitio del choque es un simple cadete que fue ascendido ocasionalmente con un:
¡Vamos que hay un accidente en la veintidós!
Ahora el paisaje al costado de la ruta parece la radiografía de tórax y cabeza del país. Cosas desperdigadas al costado del camino en un dibujo que evidencia la violencia del impacto. Las maletas abiertas derramándose en el suelo, sombrillas, reposeras y bicicletas son el dibujo extraño de un lugar común en la sociedad que se viene devaluando al punto que la gente sale para morir. Y a veces lo logra.
Esa gente ahí tirada y los curiosos que pasaron, el olor del aceite de los motores y el calor de la tarde. La mano tibia de la niña que respira más tranquila. Ana mira a Pablo trabajar y lo siente lejos. Está descompuesta, pero se siente separada de su cuerpo.
En este caso, la familia que los bomberos quieren despegar del coche iba a Villa el Chocón, según los oficiales y el muchacho que ahora recupera la conciencia.
El padre todavía respira en lo poco que queda del asiento delantero y Pablo ayuda a empacarlo cuidadosamente en una camilla. La ambulancia no se decide a venir.
Cubierto en transpiración, mi amigo presiente el tiempo de la ambulancia. Concentrado profesionalmente en eso que ya había hecho muchas veces aguarda con optimismo la llegada del vehículo y le da confianza ver a sus amigos ayudando a la niña.
Ana necesita una ambulancia también. La ve desmejorada junto a Tomás y la recuerda como había sido un tiempo antes. Es la misma, pero con una parte que ya no está. O que aguarda rebelde para morderle el resto del cuerpo y precipitarla al olvido. Tiene que llegar esta ambulancia. Habla con el bombero viejo y mira la ruta vacía, antes tan agitada. Antes de venir le habían dicho eso y quería estar con nosotros, sus amigos. Acá estamos.
La gente nace y muere.
El hombre en la camilla se mueve en un espasmo y se queda quieto. Pablo le toma el pulso con su mano gruesa y curtida y luego trata de reanimarlo. Después de unos minutos prudenciales, desiste y lo tapa con la lona.
No hay caso. Nadie va a llegar a ninguna parte.
Tomás mira a Pablo y se da cuenta de que tiene necesidad de otro Tomás para sostener al médico que se queda sin pacientes. Esto, de golpe era el colmo. Totalmente rodeado de muerte.
La ambulancia llega al fin y carga a la niña, que tiene las dos piernas rotas, y al chico que es su hermano, con una crisis nerviosa y una cara bastante estropeada. Los bomberos llevan a los otros y los policías se quedan a cuidar el escenario, tomar fotos y manotear lo que se pueda llevar para sus casas. Hay que seguir viviendo.
Pablo queda en acompañarlos en la ambulancia y nosotros en seguirlo por la veintidós hasta Gral. Roca. Acomodo a Ana en el asiento del acompañante lo mejor que puedo y noto que ya no pesa nada. Me da una bronca suprema. ¿De qué sirve viajar? Nos hubiéramos quedado en La Plata tomando mate en una plaza tranquila. Sentados esperando el atardecer debajo de un árbol. En lo que terminamos ahora.
Ana no pronuncia palabra. Cerca de la ciudad a la que vamos simplemente recuesta la cabeza contra el cristal de la puerta. Piensa algo de Ceferino, el santo de cinco metros, y se llama a silencio. Se acuerda del animal que Pablo y Tomás dejaron en la ruta. Ve la catedral de La Plata y se concentra en el sonido del asfalto, el sonido del movimiento. Un largo río negro desplegandose debajo del auto. Pura eternidad.
No, pero los quiero mucho.
Cuando llegamos al hospital Pablo se acerca y confirma lo que sucede.
No llega nadie con vida hoy.
Tiene el cigarrillo en la boca y la ceniza tiembla en la noche oscura que rodea todo. Le da una pitada y lo tira al suelo. Baja la cabeza y me da la espalda, pero no se va. Más alla del hospital, increíblemente se extiende una chacra que despide perfume a manzanas y veneno. El olor del Río Negro.


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A esto se le llama usufructuar la genialidad de otro para darle chapa al blog propio.
Kala dice que hace rato que no escribe. Esperemos que eso cambie pronto.

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